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Publicado: Jue, Mar 27th, 2014

Henry Swinburne: Un mes en Aranjuez

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Henry SwinburneHenry Swinburne (Bristol,1743-Trinidad,1803) fue un escritor inglés y católico. Destaco su religión pues eso marcó toda su vida. Ser católico en Inglaterra no era fácil entonces, aunque se perteneciera a la nobleza. Su padre, un Sir, decidió que se educara en el continente donde podría profesar libremente su fe y educarse en ella. Así que Swinburne estudió en París, Burdeos y Turín. Hablaba, por eso, fluidamente, aparte de su lengua materna, francés e italiano. En 1775, en compañía de su amigo Thomas Gascoigne, inicia un largo viaje por España, cruzando la frontera por La Junquera. Recorrerá tierras catalanas, valencianas, murcianas, andaluzas, manchegas, castellanas y vascas. El resultado de dicho viaje será un libro que se publica en Londres en 1779: «Travels through Spain in the years 1775 and 1776». En la presentación de su libro (que fue muchas veces reeditado con distintos títulos e ilustraciones varias) Swinburne declara: «Sentía el vivo deseo de seguir una ruta casi desconocida por los viajeros, a fin de esclarecer la medida en que puede darse crédito a los relatos ya publicados». En la época en la que viaja Swinburne reinaba Carlos III y España estaba experimentando un cambio acelerado. Por ello las descripciones previas resultaban ya «viejas y anticuadas». Swinburne, que además era un buen dibujante, se impone como tarea reflejar dicho cambio desechando tópicos y mirando con sus propios ojos la nueva realidad. Cierto es que muchas veces no puede escapar de los pre-conceptos y prejuicios que acompañan a sus colegas ingleses ,»Los curiosos impertinentes» de los que habla Ian Robertson en «Viajeros ingleses por España» (Serbal/Csic, 1988), pero su condición de católico, imprime a su mirada sobre España, una empatía que lo diferencia de aquellos.
En Aranjuez se detendrá durante un mes disfrutando de la hospitalidad que le brinda el embajador inglés Lord Grantham. Según cuenta Robertson: » El lugar encantó a Swinburne. Dedicaba las mañanas a dar un paseo, o a montar, o acudir a la corte; más tarde comían en una de las mesas abiertas mantenidas por los altos dignatarios del estado, y se entretenían con un juego de cartas, un paseo en coche por la avenida, o una representación de ópera italiana». Ese mes pasado en Aranjuez y su posición privilegiada le permite realizar un valioso retrato de la corte de Carlos III. Escribe Swinburne: «Los ministros se conducen con gran llaneza. Sus casas se ven libres de ceremonial y formulismos; y ello se aplica, en grado superlativo, a la del primer ministro, marqués de Grimaldi». Será Grimaldi quien le presente al rey y a muchos miembros de su familia. De Carlos III escribe: «… hombre mucho mejor parecido que cuanto representan la mayoría de sus retratos; tiene unos ojos risueños y bondadosos; la parte inferior de su rostro ha adquirido un color de cobre viejo a fuerza de curtirse con todos los vientos; es más bien corto de estatura, de piernas y pantorrillas sólidas, y de espaldas estrechas. Su vestido raramente varía; sombrero grande, casaca segoviana sencilla y de color gris, chaleco de ante, una daga pequeña, calzones negros y medias de estambre. Sus bolsillos están siempre llenos a rebosar con cuchillos, guantes y avíos de pesca. Los días de gala colocan sobre sus hombros un traje de calidad; pero como siempre piensa en su deporte de tarde, y es un gran ahorrador de tiempo, lleva calzones negros con todas las casacas. No pasarán de tres los días del año en que deja de cazar, y esos llevan una marca negra en su calendario». El retrato psicológico del monarca partiendo de la descripción de su vestimenta me parece insuperable. Del futuro Carlos IV no dice demasiado y lo define como un ser huidizo que siempre anda con prisas, pero de su esposa, la entonces princesa de Asturias, María Luisa, profetisa: «No es bella, pues anda mal de salud, pero parece vivaracha y bien formada, con bonitos brazos y manos. Me atrevo a predecir que si llega a reinar, la corte será muy alegre, porque parece gustarle salir y departir con extraños». No se le puede negar perspicacia en el diagnóstico al caballero inglés. También hace una acertada profecía sobre el futuro que le espera a la infanta María Josefa (aquella especie de gárgola que asoma en «La familia de Carlos IV», de Goya) y se enternece con la historia de Don Luis, el hermano del rey, que renuncia al cardenalato por el amor de una joven aragonesa (que más tarde será madre de otra desdichada pintada por Goya: «La condesa de Chinchón», la esposa de Godoy).
Swinburne, como cortesano homenajeado, no puede rechazar la invitación y presencia también una corrida de toros en la Plaza de Aranjuez. El espectáculo le repugna bastante, sobre todo la última corrida que según sus palabras «resultó muy sangrienta; entre dos toros mataron a siete caballos y entre tantos accidentes horribles, el del toro sacando las entrañas del caballo y lanzándolas al aire con sus cuernos fue el más nauseabundo y repelente que jamás haya visto. Los dos toros fueron estoqueados con gran torpeza, pero el público se mostró profundamente regocijado con la barbarie y la matanza».
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