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Publicado: Vie, Oct 29th, 2021

Glosario del siglo XXI [ a cuatro manos entre Rusiñol y Farramuntana ]

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Vamos ahora con los orígenes de mi familia, recuperados con ayuda de JC Farramuntana y sus incursiones en archivos parroquiales. Porque tengo que reconocer que la memoria me falla a veces y confundo la realidad con la leyenda que creé a mi conveniencia. Mi tatarabuelo se llamaba Pascual y era de La Pobla de Llillet, un pueblo cercano a la frontera francesa, que, a mediados del siglo XVIII, tenía algo menos de mil habitantes (casi los mismos que en la actualidad). Para la época, eso lo convertía en la segunda población más importante de la comarca. Cuento esto para corregir a tantos que han escrito que el origen de los Rusiñol estaba en Manlleu (Josep Pla, autor de la biografía más poética que de mí se haya hecho, entre ellos). Su oficio, como quedó reflejado en las actas de matrimonio de su hijo y de bautizo de una nieta, era “bracero”. Un hombre que trabajaba a jornal, muy lejano de la calificación “burguesa” que se ha dado frecuentemente a los Rusiñol, y que llegaría dos generaciones después con el abuelo Jaime, como contaré más adelante. Otro mito desmontado. Pasqual (así se escribía su nombre) nació en la década de los cuarenta del mil setecientos y vivió hasta los albores del siglo XIX. Como las tierras de La Pobla no eran demasiado buenas para el cultivo, tuvo que alternar tareas agrícolas con el trabajo de la lana y eso le llevó a familiarizarse con el mundo textil. Pronto se enteró de que las condiciones laborales eran mucho mejores en Manlleu, otro pueblo similar al sureste. Allí, proliferaban las pequeñas empresas que fabricaban indianas de algodón (lujosos estampados de moda les llamaríais hoy, tenéis un ejemplo en la imagen) y en las que, puesto que aún no se había inventado la mecanización, se requería abundante mano de obra. De manera que mi tatarabuelo, en compañía de Lucía, su mujer, y de un hijo pequeño, se mudó a esa población que se convertiría en la base de mi familia durante tres generaciones. Como solía hacerse en aquel tiempo, fueron andando. Emplearon una jornada (doce horas) en recorrer los sesenta kilómetros que les separaban de un nuevo futuro. A Pasqual se le acabaron volviendo rojas las manos por efecto de la granza, el tinte que se aplicaba al algodón para componer bonitos dibujos. Quizá mi afición pictórica venga de ahí.

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