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Publicado: Vie, Ene 26th, 2018

Cuentos de invierno de Farramuntana: Rungu [ yII ]

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Uno de aquellos estilizados hombres se acercó a mí y me preguntó por mi nombre. Por algún motivo, que solo mis neuronas podrían explicar, le dije que Farraguas. Él me comunicó el suyo: “Nimsah”, que significaba amigo de todos. “How old are you?” me preguntó después. Cuando le conté que acababa de cumplir los cuarenta y seis, se le iluminaron los ojos como a un niño, y se apresuró a explicarme que la misma luna nos había visto nacer a los dos, y que por tanto éramos ya guerreros viejos. En su caso, no podía satisfacer a las dos esposas que tenía y debía conformarse con ser puntualmente informado por ellas de las infidelidades. La promiscuidad no era un problema, pero la mentira sí. Yo sospechaba que aquello era una aproximación de marketing. Y efectivamente, me acompañó hasta un rincón en el que sus dos mujeres vendían collares, pulseras y otros objetos decorativos. Me llamó la atención una de aquellas mazas, en este caso adornada con dibujos y pequeñas piedras incrustadas. Pregunté sobre su utilidad y Nimsah me explicó que el Rungu (al que también llamaba oringá) era un arma arrojadiza, pero igualmente utilizada para golpear. La cogí con la mano derecha, consciente de que en muchos lugares de la tierra eso implica obligación de comprar, y la sopesé. Tenía el equilibrio perfecto de ligereza en el mango y consistencia en la bola del extremo. Sin duda estaba hecha con una madera muy densa, similar al roble. Luego supe que se trataba de acacia. El Masai insistió en que me quedase con aquella pieza, sin la cual no podía ser, al menos, un auténtico moran o guerrero menor. Añadió que podría usarla para cazar o como arma contra otras personas, y que el impacto de la bola que la porra tenía en la punta, era mortal cuando se sabía manejar el objeto. Ya casi me tenía convencido, cuando aparté la vista de la maza que me ofrecía y me fijé en la que él llevaba. Esta última era sencilla, sin adorno alguno, y mostraba signos de haber sido utilizada frecuentemente. Se apreciaban en ella algunos raspones, a pesar de la resistencia de su madera, e incluso manchas de algo que perfectamente podía ser sangre. Le dije que quería ese Rungu. Al principio se negó rotundamente a venderlo, pero luego conseguí atraparle con un subterfugio: le comuniqué que compraba el que su mujer había elaborado y se lo regalaba a él, para que tuviese uno más bonito y en mejor estado. Pero que, a cambio, le pedía que me entregase el suyo. No pudo oponerse al trato, dado que, además, la más joven de sus esposas insistía en que lo aceptase. Me explicó con una cierta tristeza que ella se había convertido al cristianismo, y que eso hacía que fuese demasiado blanda. Antes de que marchase quiso explicarme, además, algo importante sobre aquel utensilio. Según Nimsah, él había sido el último masai en cumplir con la auténtica tradición para convertirse en guerrero. Además de la circuncisión y el sacrificio de un buey, tuvo que cazar un león para ser considerado un hombre. Como prueba, llevaba en el cuello un colgante con uno de los colmillos del animal. El golpe de gracia que remató al felino herido, lo propinó con el rungu que ahora era mío. Era una prueba de delito, porque el estado Keniata había prohibido tales prácticas para proteger a los leones. Pero lo más importante me lo contó al oído, puesto que era un secreto que solo yo debía conocer. El nombre de aquel león era gugulu longori. Como propietario de quien verdaderamente había matado a la fiera — el rungu — yo pasaba a adoptar ese nombre desde aquel momento. A la vuelta me costó un buen rato de surfeo llegar a encontrar un diccionario de masai. Gracias a él supe que el nombre del león podía traducirse a “corredor de montaña”. Hoy tengo el rungu colgado en la pared, junto a los certificados de mis pasos por las numerosas carreras en las que he participado desde entonces. Tumbado sobre la hierba fresca de la sabana, debajo de la gran acacia, miraba hacia la luna a través de las ramas y se sentía, aún, el rey. Y, sin embargo, ya no lo era. Solo, viejo y falto de fuerzas, ya casi había olvidado aquel día en que lo perdió todo. La última de las hembras de su harén estaba en celo y él se dedicó entonces, como la naturaleza imponía, a intentar fecundarla montándola, una y otra vez, durante el día y la noche, hasta alcanzar el límite de sus fuerzas. Llegado ese estado apareció el joven heredero. Reconoció en él a uno de sus hijos, superviviente del grupo de pequeños machos que habían alumbrado las esposas. A otros muchos los mató antes de que se convirtiesen en futura amenaza. Pero este se había escapado. Y ahora estaba allí. Había calculado muy bien el momento. Lucharon apenas un instante, y en tan breve lapso de tiempo pasó a ser un apestado. El nuevo jefe y propietario de la manada le abandonó, herido y humillado, castigándole con el desprecio de no rematarle. Luego pasaron los días, y su naturaleza obró el milagro de devolverle las fuerzas. Desde entonces afrontaba la maldición de estar vivo. Tenía que contentarse con carroña para comer, la que podía arrebatar a cazadores más pequeños. Pero eso no iba a durar mucho. Cada vez le costaba más levantarse. Volvió a abrir los ojos y siguió mirando esa luz redonda en el cielo. No muy lejos de allí, un joven Masai miraba a la misma luna, que se escondía con regularidad, y que acababa muriendo y renaciendo en cada temporada. Quince veces había vuelto a la vida, cuando a Nimsah le llegó el momento de demostrar que podía ser un guerrero. Para ello tenía que matar a un león. Unos pocos pasos más y percibió el olor del animal. Justo después distinguió el oscuro bulto: un gran macho tumbado bajo la acacia. Debía tener su misma edad, un anciano, sin embargo, en el mundo de los leones. Agarró fuertemente la lanza con la mano derecha y el Rungu con la izquierda, y se acercó sin miedo hasta estar a un salto de distancia del que sería su presa o quizá su cazador. —Ngai me envía para matarte y me protege bajo sus alas. No estés triste, tu muerte servirá para que me convierta en guerrero y yo llevaré tu nombre para que así puedas seguir vivo. El león miró a aquel nuevo aspirante a rey, que le devolvía el orgullo de ser retado. Con gran esfuerzo se incorporó y se plantó frente al humano, listo para ejecutar su último ataque. Luego levantó la zarpa derecha en actitud amenazante. Pero el alfeñique era mucho más rápido y le clavó la lanza en el cuello antes de que pudiese hacer el siguiente movimiento. Dobló las rodillas y se volvió a tumbar. Ya no le quedaban más fuerzas y aquella era una buena muerte. Poco después sintió un fuerte golpe en el cráneo y la sangre resbaló a través de la tupida melena, hasta llegar a un ojo. Echó una última mirada a la luna, que ahora le pareció roja. Le recordó a la que vio aquel día en el que, cuando era joven, venció al antiguo rey y se quedó con el grupo de hembras. Aquella lejana noche montó cien veces a una de ellas mirando ambos al círculo de fuego en el cielo. Era un buen recuerdo para disfrutar de él mientras dejaba de ser león y se transformaba en guerrero Masai.

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Sobre el Autor

- Diseñador gráfico del Semanario MÁS.

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