Ante la muerte de Félix Casales
Amigo Félix
Nos has dejado boquiabiertos y con los ojos como platos. No lo esperaba. Al menos así, de golpe. Sólo tú sabías hasta dónde llegaría la disipación de tu alegre camino.
Félix Casales, un hermoso ribereño con el que he tenido la gracia de compartir conversaciones, palabrería, alguna aventura juvenil y algún botellín en los gangos de Aranjuez.
De sonrisa permanente, fácil de llegar y de polifacéticas virtudes. Actor, escritor, agricultor, familiar, viajero, colaborador de nuestro semanario y, a veces, solitario como andamos casi todos en lo más íntimo de nuestras vidas.
El pasado fin de semana tuvo lugar una entrañable y emocionada despedida en la intimidad de su familia, sus amigos y sus colegas. Su optimismo alimenta ahora las raíces de un limonero, tan gracioso como Félix.
Félix, colega, lo dicho, un placer.
Zamba, 23 noviembre 2020
——–
Vida y Color
La niebla no se ha levantado en todo el día, el sol parece una oblea descendiendo para ocultarse en la tapia de ladrillo rojo del colegio de los Jesuitas. Sentado junto a la ventana adivino que son las cinco. Las voces y los gritos de alivio de los niños despiertan las calles del barrio; con verlos puedo sentir el olor a goma de borrar y a encierro. Unos van directos a su casas y cruzan la calle desapareciendo de mi vista, otros remolonean en pequeños corrillos que poco a poco se van deshaciendo, algunos; dos pequeños grupos apostados junto a la tapia cambian cromos o se los juegan al número más alto; las carteras en el suelo huyendo de los deberes de matemáticas. Juegan con la urgencia en sus tripas del pan con aceite y azúcar. Por el portón de hierro coronado con puntas de lanzas salen los asotanados novicios de estampita y cacahuetes; maestros de reprimendas y castigos, de palmetazos y tirón de patillas, y alguno de inconfesables manoseos. Un pescozón y una orden bastan para parar la timba de cromos y risas. Suerte, esta vez no se los han confiscado y guardan rápidamente sus tesoros en los bolsillos de su pantalones cortos, levantan sus carteras y desaparecen en dirección opuesta a la de los novicios que suben la cuesta hacia el convento. Tonsurados figurones negros que caminan de dos en dos en una procesión que se disuelve en la niebla. El último en salir, el hermano portero, iguala las hojas del portón de lanzas y cierra con una llave grande de hierro anudada a un cordel; se cuelga la llave al cuello, la mete debajo de la sotana, se arremanga las faldas y echar a correr cuesta arriba pensando en el chocolate con picatostes de la merienda en el convento. El perro de la vecina, vagabundo empedernido, ve en esa huida hacia la gula una oportunidad para envalentonarse y echa a correr detrás del hermano, ladrando su protesta. Su carrera termina en un aullido por una certera pedrada en el lomo; el cienrazas vuelve agachando las orejas y con el culo encogido porque nació colín. Vuelve a refugiarse de nuevo en la puerta de su dueña. La vecina abre la puerta; el lastimado tuso recibe la orden de entrar y el regalo de otro golpe que celebra con otro aullido ahogado por un portazo. La calle queda desierta de nuevo. Al igual que yo, la gata gris y manchas de gineta, mira por la ventana; tumbada sobre el radiador, no quiere saber nada de la humedad que gotea fuera, de la niebla que abraza los arboles con millones de gotas brillantes pegadas a la corteza de sus ramas creando una lluvia perezosa.
Niebla y oscuridad abrazándose en la tarde gris ceniza.
Un hombre baja la cuesta en bicicleta arropado con un gabán de cuero viejo, embozado en un trapo negro, negro como su pelo mojado. Dos niños cruzan corriendo la calle; el ciclista apenas tiene tiempo de reaccionar, frena en seco, pero el barro hace patinar la rueda trasera y cae al suelo. Rápidamente se levanta, lanza un juramento y una piedra que los niños esquivan; de un salto se encaraman a la tapia del colegio para saltar al otro lado; el hombre les lanza otra piedra y golpea a uno de ellos en la cabeza derribándolo hacia el patio del colegio; el otro niño salta también hacia adentro para escapar de la venganza. El hombre les lanza un insulto de satisfacción; sacudiéndose el barro vuelve a montar en su bicicleta y sigue calle abajo envuelto en maldiciones, disipándose en la bruma. Los niños se asoman a la cresta de la tapia y con el camino despejado, saltan a la calle de nuevo. Uno de ellos sangra sin lágrimas la culpa de ser niño en aquellos años sesenta.
La Rosaleda 20-11-17
Félix Casales Noriega
——-
Morboria Teatro