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Publicado: Vie, Ene 19th, 2018

Cuentos de invierno de Farramuntana: Rungu (I)

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El todo terreno nos acercó hasta el lugar, en medio de la llanura, en el que se distinguían las casas en círculo. Wamai, el conductor, señaló con el índice en dirección al corro y dijo: “Masai”, a la vez que escupía aparatosamente hacia el exterior del vehículo, a través de la ventanilla abierta. Le pregunté, en el inglés rudimentario que utilizábamos para entendernos, si tenía algo en contra de los famosos guerreros. Me contestó que él era de la raza Kikuyu, mayoría en Kenia, y como tal despreciaba a aquella gente que no se adaptaba a los tiempos modernos y se mantenía obstinadamente fiel a tradiciones sin sentido. Mientras me explicaba sus fobias, llegamos al punto en el que debía parar el coche, a una distancia de unos cien metros del poblado, y bajamos del mismo. Allí nos esperaba un comité de recepción compuesto por una docena de hombres, el más bajito de los cuales rondaba el metro ochenta de estatura, encabezados por uno que ejercía como portavoz del grupo. Vestían una simple pieza grande de tela roja, anudada sobre un hombro, y llevaban todos lanza y vara en una mano y una especie de cachiporra en la otra. Algunos lucían largas cabelleras y otros iban rapados. El líder se dirigió a mí y preguntó en buen ingles cuántas personas querían visitar la aldea. Tras oír mi “eight”, concluyó: “then you pay forty euros”. Cinco euros por cabeza me parecieron un precio irrisorio para un museo al aire libre, dedicado a un tema único, probablemente en vías de extinción. Le propuse pagar con moneda americana. Evidentemente, no estaba al corriente del cambio, pero descubrí en su mirada que había deducido mis motivos al instante. De todas maneras, aquel día debía estar de buen humor y aceptó los cuarenta dólares, que pagué religiosamente antes de entrar en sus dominios. Durante la negociación, si podía llamarse así a nuestra conversación, ni siquiera miró a sus supuestos compatriotas, los choferes de los coches. Después, cuando andábamos hacia la entrada del círculo, pregunté al cabecilla sobre sus relaciones con los Kikuyu. No se dignó en contestarme. Entendí la diferencia entre los sentimientos de ambas tribus. Los mayoritarios odiaban a la minoría, pero estos simplemente ignoraban a aquellos. Era evidente quiénes eran los seres superiores en aquel mundo, a pesar de su ignorada fragilidad. Luego, como compensación por el silencio, me contó algo verdaderamente interesante: los cuarenta dólares eran solo por el derecho a tomar fotografías. Visitar las casas era gratis, y para ellos explicar su cultura era un honor por el que no podían cobrar. Dentro del poblado nos esperaban las mujeres, las vacas, miles de moscas que dominaban al conjunto, aunque con preferencias específicas (cosas de las feromonas) …y una enorme cantidad de excrementos del ganado, que cubrían todo el suelo. Al principio me preocupé por los zapatos, pero en cuanto caí en la cuenta de que mis anfitriones iban descalzos y parecían disfrutar del calorcito en los pies, dejé de pensar en ello. Estaba considerando descalzarme cuando las hembras “raptaron” a las europeas visitantes y los tres varones extranjeros nos quedamos en compañía de los doce guerreros, que estaban dispuestos a contarnos los secretos más insospechados de su cultura. Era un acto de fe. Estábamos allí a la completa merced de aquellos que para los estándares occidentales era salvajes. No obstante, pronto entendimos que no corríamos riesgo alguno. La ceremonia de contacto e iniciación fue bailar con ellos. La danza era sencilla: se trataba de saltar, con el cuerpo en posición de firmes, lo más alto posible, mientras sonaban los tambores. En un grupo aparte, las mujeres, con los cráneos rapados, seguían el ritmo moviendo el cuello atrás y adelante. Ni que decir tiene que nuestros invitadores llegaban con sus cabezas un par de palmos más alto que las nuestras, en aquellos brincos de precalentamiento. El intérprete me contó que bailar y acicalarse previamente eran dos de las actividades a las que dedicaban más tiempo, porque eran prolegómenos para el amor. Luego, sudorosos nosotros y sonrientes ellos, nos explicaron el primer y más básico concepto para entender su civilización: el único Dios Ngai, les había creado y otorgado “la tierra”. Se trataba de una típica divinidad dual, que según su humor podía proporcionar la alegría o enviar la muerte. La faceta positiva la denominaban “negra”, como no podía ser de otra forma, y la negativa era “roja”. Por eso entendí que mirasen con recelo a uno de mis compañeros, que tenía el pelo de ese color. Al principio creímos que se referían al suelo en el que habitaban, pero nos aclararon rápidamente que con ello querían decir “el mundo, todo”. En consecuencia, se creían con derecho a hacer cualquier cosa que estuviese de acuerdo con sus tradiciones, sin necesidad de preguntar nada, ni a nadie, sobre la legalidad del asunto. No aceptaban leyes, aparte de las suyas, ni por supuesto fronteras. Por ello, el nombre “Masai” significaba en su lengua Maa “No pediré”. Un guerrero de aquella tribu jamás solicitaba nada. Simplemente lo tomaba, como propietario del planeta que era. Por mi parte sospechaba que cada aldea era una nación en sí misma, y me interesé sobre las relaciones entre poblados vecinos. Las sonrisas se convirtieron en risas francas, cuando me revelaron que adoraban ir a robar vacas a los círculos próximos, y que algunas veces la incursión incluía el rapto de varias hembras. Me pareció una manera evidente de evitar la endogamia, especialmente porque aquellos pillajes implicaban ineludiblemente revanchas que buscaban el mismo botín. Quizá en ello estaba la explicación de que, desgraciadamente, a las hembras les practicasen la ablación al llegar a la pubertad. A continuación, visitamos las viviendas, todas ellas de idéntico tamaño y estructura. Mis acompañantes se obstinaban en regalar bolígrafos a los niños, que sorbían los consabidos mocos. Muchos se sorprendieron al saber que las paredes estaban hechas con excrementos del ganado. Pero al ser un pueblo nómada, era de esperar que las moradas fuesen provisionales y fabricadas con poco esfuerzo utilizando algo abundante. Y allí había unas cien vacas, que producían media tonelada diaria de estiércol. El interior constaba de un par de habitaciones: comedor-cocina-sala de estar, la más grande, y una pequeña, sin ventana, para dormitorio de toda la familia. Esta última, albergaba a menudo a tres generaciones en pocos metros cuadrados. En cualquier caso, la intimidad era un absurdo entre los Masai. A la pregunta sobre la práctica de sexo a la vista de otros, simplemente respondían “es normal ¿no?”. Finalmente supimos de la sencilla dieta que seguía aquella gente: para resumir, vivían de todo lo que daban las vacas. Leche, carne y sangre. Practicaban cortes en la garganta de los animales y bebían esta última con fruición, como si fuesen vampiros de la sabana. Costaba hacerse a la idea de que no les reventase el corazón a base de tanto colesterol, pero ya fuese por el ejercicio, la vida sencilla, o las infusiones de acacia, el caso era que estaban mucho más sanos que nosotros. Excepto en lo que se refiere a la dentadura, que la mayoría tenía en muy mal estado.

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Sobre el Autor

- Diseñador gráfico del Semanario MÁS.

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