Lectura: Certamen literario ‘A la luz de Rusiñol’
Organizado por el Foro Cívico Aranjuez
- Estatua de sal
1er Premio – Jesús Valbuena Blanco
Dicen que ha vuelto por primavera, ¿cuándo si no? Cuando las puntas verdes, a fuego lento, aroman las cocinas. Cuando la yerba tapiza las praderas y las sombras avanzan y avanza sobre el largo paseo de la calle de la Reina. Cuando los tilos inundan la plaza con ese perfume seductor y penetrante que se impone al aroma del café de Isabelo, que lo mismo te despierta del sueño que te quita de golpe la resaca. Con churros, por favor.
Los pocos que creen haberle visto —algún jubilado ocioso, algún cronista con ínfulas— dicen que apenas si ha cambiado desde la última vez que vino por el pueblo: los zapatos muy gastados, manchurrones en el gabán, la barba algo más cana, si acaso, y una barretina colorada que delata el amor por su patria chica.
Hacia allí se dirigía, apuntan con el mentón, hacia la plaza —las manos en las caderas, el gesto ufano—. Sus andares eran lentos, los pasos muy cortos, casi forzados, dicen que si achaques de la edad —«ya me dirá usté, si ha pasado casi un siglo»— , que si era cuestión de puro deleite.
Dicen también que cuando dejó atrás el cenador, emocionado y sorprendido a partes iguales, destacó que conservaba los mismos matices de luz que entonces, cuando los drones eran palomas y Blasco Ibáñez ponía al clero en su sitio. Ensimismado, como si flotara en un sueño caduco, salió hacia la puerta enrejada por el camino paralelo al principal. ¿A quién se le ocurriría asfaltar este vergel?, barruntó. Una bolsa de cuero raído colgada del hombro, cuatro perlas de sudor incrustadas en la frente. Un brillo especial en aquellos ojillos, bien abrigados por sus cejas pobladas.
Quiso buscar al tío Rana, pero un tipo muy bien vestido, con las gafillas caídas y el paño colgando del brazo, le dijo que «esto ya no es lo que era», pero que con gusto le servirían un café con leche, una caña de cerveza. «¿Qué tal una copa de vino blanco, de aquí mismo, de Noblejas?»
Dicen que prefirió entonces girar sobre sus talones para descubrirse a sí mismo en un espejo de piedra. Lo tocó con cautela, casi con miedo, temeroso de que aquella no fuera más que la estatua de sal de quien se atreve a mirar atrás, como la mujer de Lot. Al apartar la vista de aquella escultura se vio sumergido en un árido mar de adoquines y pensó: ¿Tan duro es el recuerdo que dejé yo aquí? No, Santiago, no mires atrás, no te conviertas en sal.
Invadido por la nostalgia del tiempo pasado, siguió su camino hacia la plaza. Lo hacía de nuevo bajo árboles frondosos y bien alineados, sonriendo a las parejas sentadas en los bancos de madera, siguiendo con la vista a los pajarillos que revoloteaban de rama en rama y que bajaban al suelo en busca de sustento. Giró entonces hacia aquella calle que recordaba tan bullanguera, en la que los coches de caballos levantaban el polvo a su paso, y que era ahora de adoquín y de baldosa y estaba escoltada por preciosas farolas fernandinas y por un arbolado encopetado, que bien podría haber cabido en una pequeña maceta, en el jardincillo de su casa de Palma. En cambio, ahora, los automóviles echaban humo por el culo y hacían ruido. Mucho ruido.
—Tiempos modernos, don Santiago.
¿Quién era aquel tipo que lo saludaba desde el otro lado de la calle? No. No podía ser Doroteo. Doroteo ya habría muerto. ¿Y si ha venido de visita, como he hecho yo? Cuando quiso abordarlo, entre bocinazos y gritos, ya se había esfumado: «Yo estaba ya viejo y apenas si disfruté de lo que vino después. En
Aranjuez, durante aquellos días, se palpaban la ilusión y la responsabilidad a partes iguales. Los jornaleros, organizados ya en sindicatos, templaban los ánimos y llamaban al orden. Al nuevo orden, solían remarcar —Sus pies doloridos seguían calle arriba y se internaban en la vieja villa, de escaparates bien surtidos de todo tipo de bienes—. Y eso que el trabajo escaseaba y no se lograba poner remedio al asunto. Dos días después de aquel plebiscito, esta calle era un hervidero de gente pacífica, en solemne y ordenada manifestación.
Recuerdo haberme unido a ella de casualidad: traté de entrar a los jardines, con mi lienzo bajo el brazo y la tabla de colores, pero aquel día estaban cerrados. A cal y canto. Y aquella noche en vela de tantos y tantos vecinos, alertados por el posible incendio del convento de los frailes. Ahí delante —se paró ya en las cuatro esquinas— estaba el viejo Casino. La de tardes que eché yo aquí y en el café de La Unión, con los pinceles en el macuto y la cabeza despierta para no desvariar en la tertulia.»
Dicen que se detuvo bajo los balcones de la vieja pensión, que descubrió la placa que alguien colocó en su honor, tiempo después del sepelio, y que habría subido a descansar, quien sabe si otra vez para siempre, pero que le sedujo la idea de terminar el recorrido previsto. Y allí que subió, a la plaza, y allí que se detuvo, para descubrirse en otro mar de adoquines en el que no olía a salitre ni a brea, sino al aroma de una docena de tilos bien vestidos, con sus hojas acorazonadas y su sombra extendiéndose por el espacio, y al olor del café de Isabelo. Dicen que se sentó en una silla de aluminio, de las que estaban repartidas por los veladores y las mesas, y aspiró profundo, tal vez, el último recuerdo que se llevaría de aquel sitio al más allá.
—Con churros, por favor.