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AYTO
Publicado: Dom, Jul 14th, 2024

Lectura: Certamen Literario La Corrala – Patio Feminista

Una obra de Inmaculada Martín del Campo

niña dibujo
  • Viorica (basado en un hecho real)

Rumanía, 1977

Todavía recuerdo el día en que mi madre, tras enviudar, comenzó otra relación. Era un hombre rudo y egoísta que solo la quería para él. Tal fue así, que la convenció para quitarme de en medio y con ocho años me abandonaron en un orfanato, quedando así libres de mi cuidado y manutención. El primer año que estuve allí, mi madre acudió el primero de marzo, y través de las rejas me dio un paquetito de cerezas mientras yo lloraba y gritaba <<¡Mamá, mamá!>>, y la veía alejarse del brazo de su nuevo esposo.

Al cabo de un tiempo, una pareja me adoptó. Eran muy humildes y mi nueva madre siempre me decía que estudiara, que aprendiera, que me valiera por mi misma. No entendí por qué decía aquello hasta que un día, al bajar al sótano vi tarros y tarros llenos de pequeñas monedas. Mi madre se llevó un dedo a los labios.

—Tu padre no debe enterarse de esto, son mis ahorros secretos.

Lo que no entendía era, qué pretendía comprar con ese dinero, que aunque pareciese una fortuna no era más que la ilusión de una pobre mujer que nunca podría cumplir sus sueños.

Tras ir a la escuela y sacar los estudios mínimos, me enteré de que tenía una hermana menor. Mi madre fue un día a presentármela. Me hizo mucha ilusión, pero jamás pensó en llevarme de vuelta con ellos, y seguí en mi casa adoptiva hasta que conocí a un hombre con el que me casé, y ahí fue cuando verdaderamente entendí lo que quería decir mi madre adoptiva.

Nuestro primer hijo fue una bendición, lo amaba tanto… Era tan moreno como yo, herencia de mis ancestros zíngaros, con dos azabaches por ojos y un pelo brillante ensortijado. Raúl era la luz de mis días hasta que un día, tras cumplir siete años, mi pequeño desapareció. Alguien se lo había llevado, no sé con qué intención. Lo busqué por todas parte, acudí incluso a casa de mi madre natural, pensando que podría ser algún tipo de acto enfermizo de su marido. Pero el niño no apareció, y lo único que podía hacer era llorar y hacer cientos de platos de comida que salía a repartir a los niños que me encontraba por la calle.

Mi pérdida de juicio causó que mi marido y su familia me ingresaran en un sanatorio. Nadie sabe el horror que es perder a un hijo sin saber qué ha ocurrido en realidad ¿Dónde estará? ¿Seguirá vivo? ¿Tendrá hambre? ¿Tendrá frío? Eso me preguntaba cada noche, porque en el fondo de mi ser yo sabía que algún día volvería; aunque los doctores me convencieron para que me hiciese a la idea de lo peor. Me negué una y otra vez a pensar lo contrario, e incluso me escapé del hospital en dos ocasiones.

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Tras unos meses, los médicos decidieron que estaba lista para volver a casa, aunque ya nada me importaba. Le pregunté a mi marido si siguió buscando al pequeño como le pedí. Contestó que sí. Era mentira. En el fondo siempre supe que mi marido no quería tener hijos, ni trabajo, ni nada que le hiciera esforzarse lo más mínimo. Dependía principalmente de mí, y cuando estuve ingresada, de su hermana y de su madre.

Una mañana, mientras me encontraba barriendo la puerta de mi casa, a lo lejos vi acercarse una figura tambaleante, escuálida y sucia. Sus ojos se cruzaron con los míos y unas lágrimas rodaron por sus mejillas. Entonces, corrí hacia él, lo besé, lo abracé, lo acuné. ¡Un año fuera de casa! ¿Cómo era posible? ¿Quién se lo había llevado? ¿Qué le habían hecho? El niño solo me miraba en silencio mientras yo lloraba y lo tomaba en brazos para meterlo en casa y bañarlo. Cuando mi esposo apareció por la puerta del baño y vio al niño, no lo podía creer. Corrió a abrazarlo y lo miró como si fuera un espejismo. Al fin y al cabo era su hijo, y cual fue mi sorpresa cuando él también se echó a llorar. Había estado aguantando la tristeza todo este tiempo.

—¡Tenemos que ir a la policía! ¡Que cuente todo lo que le ha pasado, quién ha sido, y que paguen por ello!

Él negó con la cabeza.

—No es buena idea. Los que se lo llevaron podrían tomar venganza y regresar a por él.

Lo miré contrariada. ¿A caso sabía quién había sido? ¿Sería un ajuste de cuentas? Ioan tendía a gastarse el dinero en juegos de cartas y demás. Ya había tenido problemas antes con otros jugadores, e incluso con la mafia de la zona. Insistí en ir a dar parte a los gendarmes hasta que montó en cólera y dijo que se haría lo que él dijese. Luego cogió a Raúl y se lo llevó a la cama.

Desde aquel suceso, me mantenía siempre cerca del niño, y lo vigilé más que nunca. La familia de Ioan no paraba de decir que lo dejara respirar, que nada malo le iba a pasar. El pequeño a su vez no se apartaba de mí ni un momento. Durante unos años evitaba salir, tenía miedo de cualquier extraño y cuando alguno se acercaba y le dirigía la palabra, se escondía tras de mí agarrándome de las faldas. Una tarde me encerré con él en su habitación y le dije:

—Amor mío, yo también tengo mucho miedo, pero tienes que hacerte fuerte para que nunca más vengan a por ti, para que nadie te obligue a hacer algo que no quieres. Yo siempre estaré a tu lado, y tu vas a ser un chico muy valiente, ¿entiendes?

Raúl asintió con la cabeza, pero el miedo se dibujaba en su cara, sabiendo que no podía permanecer así toda su vida.

Al cabo de ocho años, volví a quedar embarazada; esta vez de mellizos, un niño y una niña, rollizos y preciosos. Mis brazos los apretaban, y mi corazón se encogía pensando en cómo los sacaríamos adelante. La crisis había golpeado fuertemente a Rumanía y muchos de nuestros conocidos comenzaron a migrar a otros puntos de la Europa del oeste. Le insistí a Ioan que si no encontrábamos un trabajo mejor remunerado, no tendríamos más remedio que seguir su ejemplo. Él se negaba rotundamente en abandonar el país, y quería que sus hijos estuvieran cerca de su abuela paterna.

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—Entonces tendremos que buscar un buen trabajo.

Ioan asentía a la vez que mentía.

—Sí, sí, no te preocupes.

No movió ni un dedo. Continuó dependiendo de alguna que otra chapuza que hacía en las casas, albañilería, fontanería, pero con muy pocos ingresos. Por mi parte encontré trabajo en una fábrica de armas. Tuve que firmar un contrato de confidencialidad en el que juraba no decir a nadie en qué trabajaba ni la ubicación de la fábrica. Aquello duró poco. La crisis seguía arrasando con todo y la mitad de la plantilla fuimos despedidos. Al llegar a casa, miré a Ioan a los ojos y dije.

—Nos tenemos que marchar. Los niños no se alimentan del aire.

Volvió a protestar, a gritar, a hacer llorar a los niños. Así que yo misma tomé la decisión de buscar algo por mi cuenta. Cuando encontré trabajo como cocinera en un hotel en Italia, Ioan al principio protestó, pero cuando su madre se ofreció a cuidar de los mellizos en mi ausencia, su parecer cambió, incluso parecía contento de que me marchara. En secreto le dije a Raúl que vigilara a sus hermanos; ambos sabíamos que su padre no había movido un dedo por ellos y lo seguiría haciendo. Al menos podía confiar en mi suegra, una pobre mujer ya entrada en años y acuciada por la artritis.

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La llegada a Italia supuso un choque cultural, pero tanto la gente como el clima eran agradables. Sí es cierto que siempre había alguien que dejaba patente su racismo con la frase: <<Es que venís a robarnos el trabajo>>. Mi jefe me hacía un gesto y susurraba <<Ni caso, Viorica>>. Era un hombre bueno y generoso, que cada día que libraba me pedía que lo acompañara a cenar, cosa que declinaba siempre amablemente.

Sabía perfectamente que estaba casada y con hijos, pero ambos habíamos creado un vínculo muy especial del que surgió una bonita amistad, pero nada más.

Al cabo de un año, mis bebés ya comenzaron a andar, a hablar. Cuando llamaba a casa, mi suegra les pasaba el teléfono diciendo: ¡Es la mamá de Italia!. Y ellos balbuceaban alguna que otra palabra a la extraña que había al otro lado del aparato. Se me caía el alma a los pies. ¿Me reconocerían cuando volviese? ¿Me recriminarían en un futuro no haber estado con ellos en esos días? En seguida dejaron el teléfono y volvió a sonar la voz de mi suegra.

—Viorica, tu amiga Alina me ha pedido tu número de móvil, ¿me lo puedes dar?

Dice que hace mucho que no sabe de ti, y te quería escribir.

—Claro—dije mientras le dictaba el número con el prefijo italiano.

Aquella misma tarde Alina me escribió.

<<Viorica, tengo que contarte una cosa de Ioan. Me lo ha contado tu suegra, pero no le digas nada a nadie, por favor>>.

El corazón me dio un vuelco.

<<¿Que pasa? ¿Son los niños? ¿Les han hecho algo?

<<No, no, no. Es que se está gastando todo el dinero que envías en jugar. El otro día tu suegra discutió con él y se marcho dejándola con la palabra en la boca. Por favor no digas nada>>.

Me eché las manos a la cabeza. ¿Como no me lo habían dicho antes?

Volví a teclear:

<<Alina, dame tu número de cuenta, a partir de ahora te lo enviaré todo a ti y tú se lo llevarás a mi suegra solo cuando ella lo necesite>>.

<<¿Pero como vamos a hacer eso? ¿No será mejor que se lo ingreses a tu suegra directamente?>>

<<No, Ioan tiene acceso a su cuenta. Ve a casa de mi suegra cuando él no esté y cuéntaselo>>.

<<¿Y qué le dirás a él?>>.

<<No sé… Que el hotel va mal y el jefe nos paga tarde y poco. Ya me encargaré de mandarle lo justo y el resto a ti>>.

<<¿Y si nos pilla?>>

<<No lo hará. Si lo hace, dile que sabiendo nuestra situación le has ido dejando dinero a mi suegra, pero nada más. No des explicaciones>>.

<<Vale>>.

<<Muchas gracias, Alina>>.

La cosa no podía seguir así, tenía que hacer algo. No podía estar más tiempo separada de mis niños y permitiendo que su padre se desentendiera. Me eché a llorar en la cocina mientras pelaba las patatas del estofado de aquella tarde hasta que una compañera entró y corrió hacia mí.

—¿Mi bambina, qué te pasa?

Me sequé las lágrimas y negué con la cabeza mientras le contaba todo.

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—No te preocupes, seguro que encontramos una solución. Una antigua compañera, también rumana, se fue a España y ahora está trabajando de interna cuidando a una anciana. Dice que la pagan muy bien, y los fines de semana los tiene libres para trabajar en otro sitio.

Me dio su número de teléfono y dijo que la llamara. Resultó ser una mujer muy amable. Estuvimos casi dos horas hablando y conociéndonos. Dijo que se alegraba mucho de hablar con una compatriota y que me ayudaría en todo lo que pudiera. Y así fue, en menos de una semana, encontró a una mujer que necesitaba una interna para sus padres.

—Pero has de venir a más tardar en quince días—me advirtió.

—Diles que sí, que no hay problema.

—¿Seguro? ¿Tienes dinero para el avión?

—Iré en autobús, es más barato y no me importa.

—¿Y el equipaje?

—No tengo mucho que llevar, no te preocupes. Muchísimas gracias, María.

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En cuanto llegué a España, María tuvo la amabilidad de acogerme unos días en su casa hasta que me presentara a la la señora que me iba a emplear. Mi nueva amiga vivía en un piso pequeño con su marido y sus dos hijos en el barrio de Villaverde, en Madrid.

Me explicó cómo funcionaba el transporte público, dónde había tiendas de comida rumana, o la iglesia ortodoxa a la que asistían ella y sus amigas cada domingo.

Cuando fui a la entrevista, su marido nos acercó en coche hasta la casa de la señora donde vivía con sus padres. Yo todavía no dominaba el idioma y me hacía entender entre italiano y rumano. Esto pareció no gustarle mucho a la señora, pero María le insistió en que me llevaría con ella a clases de español que impartían en su iglesia. La mujer finalmente accedió con la condición de no hacerme contrato para no darme de alta en la Seguridad Social. Además, no tenía papeles, esto le dificultaría más las cosas. El sueldo no era gran cosa, María lo sabía y me dijo que no me preocupara, que buscaríamos algunas casas para ir a limpiar los fines de semana. Me sentí un poco decepcionada, pensaba que ganaría mucho más que en el hotel italiano, pero solo lo superaba por escasos cien euros.

Al llegar a casa tras la entrevista, llamé a mi suegra y le conté todo: que sabía en qué se estaba gastando Ioan el dinero, que me había ido a España, y que a partir de entonces todo el dinero lo gestionaría Alina. Mi suegra estuvo de acuerdo y me dijo que ya estaba al tanto por mi amiga que había hablado con ella en cuanto yo tomé la decisión. Luego le pregunté por los niños y por Raúl, todos estaban bien, los pequeños crecían día a día, y Raúl estaba a punto de acabar el instituto. Sus notas no eran las mejores, pero iba poco a poco. Le prometí entonces que iría de vacaciones en cuanto pudiera, aunque no prometía nada, acababa de llegar y no podía empezar pidiendo unas vacaciones.

Me trasladé al centro de Madrid, a la calle Tellez, en el barrio de Conde de Casal. Allí la gente vivía muy bien, y el dinero no era un problema. La señora me hacía ir a comprar a las mejores pescaderías y carnicerías. A su vez, empecé a cocinar mis propios platos de cocina rumana que hicieron que se chuparan los dedos. Los ancianos parecían encantados y la señora estaba conforme. Toda la semana estaba en su casa, salvo los domingo para ir a misa con María y a las clases de español. Los ancianos me ayudaron mucho a aprender el idioma y a pronunciarlo, incluso la señora me regaló un diccionario Rumano-Español Español-Rumano. No sé si lo hizo por ayudarme, o para que me diera prisa en aprender el idioma, era una mujer un tanto extraña, nunca sabías si decía las cosas de corazón o era una fachada. Igualmente le agradecía su gesto, era correcta, pagaba a tiempo, y no tenía queja alguna con respecto a sus padres, así que todos contentos.

Antes de que llegara el mes de julio, la señora me dijo que se iría quince días en agosto con sus padres a la playa, y que podía tomarme un descanso. Así que aproveché para organizar mi viaje de vuelta en autobús a Rumanía.

—¡Estás loca!—decía María—¿Tú sabes lo que vas a tardar?

—No tengo dinero suficiente para ir en avión.

—Lo sé, lo sé. Bueno, al menos podrás ver a tus niños, que es lo más importante.

—Permanecí unos segundos mirándola fijamente.—¿Ocurre algo?

—Quiero traer a mis hijos conmigo.

María asintió. Entendió a la primera mis preocupaciones.

—Puedo mirar algunas casas. Por esta zona los alquileres suelen ser más baratos. También hay colegios públicos y podrías pedir ayuda para que te donasen libros de segunda mano cuando los nenes empiecen a ir al cole. Aunque… ¿Tu marido se quedará allí?

—No lo sé.

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—Debería venir contigo y trabajar los dos. Con tu sueldo no vas a poder mantener a todos.

—¿Quizá Raúl quiera venir y ponerse a trabajar?

—¿Es mayor de edad?

—Está a punto.—María me miró pensativa—Aunque preferiría que estudiase y tuviera un buen oficio en el futuro.

—Te entiendo. Ya veremos qué podemos hacer, Viorica, no te preocupes—dijo frotándome la espalda.

Agosto llegó caluroso y seco a Madrid. Las calles estaban prácticamente vacías y el asfalto despedía un fuego que te traspasaba hasta las sandalias. Agradecí pasar esos días en Rumanía (a pesar del largo viaje) donde las temperaturas eran algo más frescas.

Cuando me apeé del autobús descubrí a mi suegra, mi marido y mis hijos esperándome. Me acerqué con una sonrisa y los besé a todos, menos a los mellizos, que me miraban con curiosidad hasta que la nena me preguntó:

—¿Eres tú la mamá de España?

Compartí una mirada cómplice con mi suegra y me eché a reír.

—¡Claro que sí, mi niña?

La tomé en brazos y la besé. Al principio se quedó muy quieta y luego me abrazó con fuerza. El resto del camino en coche no quiso separarse de mí, al igual que su hermanito, mientras Raúl reía al verme roja de asfixia. Al llegar a casa, me llevaron corriendo a su habitación y no pararon de enseñarme todos sus juguetes y libros (la mayoría heredados de sus hermanos, primos y vecinos).

—¡Sí que tenéis cosas!

—¡Mira, mira, mamá, esta muñeca habla!

—¡Qué bonita!

—¡Y mi coche tiene luces!

Tomé el coche en mis manos y me perdí en sus luces. Cuando quise darme cuenta, me encontraba llorando y los niños me miraban asombrados. Mi suegra se asomó y los alentó para que fueran a la cocina a merendar. 

—No ha sido fácil—susurré mientras mi suegra se arrodillaba junto a mí y abrazada a la muñeca parlante.

—Ya me imagino. ¿Por qué no vuelves? Los niños necesitan a su madre.

—Los niños necesitan comer, y tu hijo no hace nada por ayudar.

La anciana permaneció callada. Sabía perfectamente que llevaba razón.

—Me los voy a llevar a España, a los tres.

Alzó la cabeza, sorprendida.

—Si tu hijo quiere venir, que venga, pero que aporte, no que sea una carga.

Asintió y guardó la muñeca en el baúl de los juguetes.

—Es comprensible.

—Y no te preocupes, te enviaremos dinero y vendremos a verte siempre que podemos.

—Eso es lo de menos Viorica—dijo apretándome la mano.

—¡Viorica!—llamó Ioan desde el salón—Te llaman por teléfono.

Nos pusimos en pie y marchamos hacia el salón.

—¿Quien es?

—No lo sé, una mujer.

Me pasó el teléfono y pregunté.

—¿Sí, quién es?

—Viorica, soy Anca.

El silencio entre ambas duró unos segundos. Al ver que no contestaba, continuó.

—Mamá se está muriendo. Está en el hospital.

—¿Está él con ella?

—Papá murió hace dos años.

—¿Por qué me llamas?

—Dice que por favor vayas a verla, que quiere verte. Por favor Viorica, sabemos que no ha sido la mejor madre, pero está muy arrepentida.

Dejé escapar un suspiro.

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—De acuerdo. Dime dónde está—tomé la libreta junto al teléfono y apunté la dirección.

Esa misma tarde me encontraba en aquel destartalado hospital con olor a formol y enfermedad. Mi madre, pálida y consumida por el cáncer, alargaba una mano hacia mí con lágrimas en los ojos. Me pidió perdón más de diez veces. Me entraron ganas de negárselo, de gritarle que eso no se le hace a una hija, que yo estaba dando mi vida y mi salud por mis tres hijos y que a ella solo le importó el amor de un hombre. ¿Pero qué ganaba diciéndole todo aquello a una mujer anciana y en su lecho de muerte? Le besé la mano, y le dije que no se preocupara, que todo estaba bien. Me preguntó por mi marido y mis hijos, simplemente contesté con un <<Todos bien>>.

—Se me hace tarde, mamá, tengo que irme a hacer la cena. Despídete de Anca por mí.

Esa fue la última vez que vi a mi madre biológica.

Aquella misma noche, después de apagar la televisión y de que todos nos fuéramos a la cama, hablé con Ioan.

—Me llevo a los niños a España. Haz lo que quieras, pero si vienes es para trabajar duro.

—Ya trabajo duro aquí, no sé qué diferencia hay.

—Que allí no te podrás gastar el dinero en jugar con tus amigos.—Su rostro palideció hasta confundirse con la pared.—¿Pensabas que no me iba a enterar? Medio barrio lo sabe.

Bajó la mirada, y cogiendo su almohada se marchó a dormir al sofá. A los niños pareció entusiasmarles la idea de viajar a España, mientras que Raúl estuvo todo el día de morros porque acababa de echarse novia.

—También hay chicas en España.

—Las de aquí son más guapas.

—Lo que tú digas. ¡Anda y ve a hacer las maletas!

La vuelta a España fue más convulsa de lo que había pensado. Primero el largo viaje con los mellizos vomitando, luego la mudanza al nuevo piso (pequeño y frío), encontrar guardería para los niños, un centro de estudios para Raúl, y un trabajo para Ioan. El marido de María se llevó a Ioan a la empresa de transportes donde trabajaba para presentarle a su jefe, pero no pareció entusiasmarle el trabajo. Recuerdo que esa noche tuvimos la mayor discusión de toda nuestra vida. Le grité que ningún trabajo le parecía bien, que nada era lo suficientemente bueno para él, mientras yo me encontraba en una casa ajena durante seis días y el séptimo me tocaba llegar a casa y hacer todas las cosas que no había hecho él: poner coladas, planchar, cambiar las camas, fregar los baños, pasar la aspiradora, hacer la compra. Yo, yo, yo, todo yo. Al día siguiente corrió a pedir un puesto en la empresa de transporte. Desde entonces todo pareció ir mejor. Raúl se inscribió en un curso de fontanería, y los niños comenzaron el cole.

Al cabo de cinco años, Raúl ya trabajaba, los niños estaban en tercero de primaria sacando las mejores notas, y yo trabajando sin parar, mientras que Ioan saltaba de un trabajo a otro. Cada vez que se iba de uno, nos tirábamos días discutiendo. Con el último que empezó le advertí.

—Más vale que lo conserves, la señora me ha dicho que en cuanto fallezca su madre se me acabó el trabajo.

Hacía dos años que el anciano había muerto y ahora la anciana se encontraba en el hospital con pocas esperanzas de que saliera. Al final pasó lo que todos nos esperábamos, y me vi llamando a cientos de teléfonos y colgando carteles por la calle en busca de trabajo como empleada del hogar. Encontré algunas casas, pero no eran suficientes, los niños estaban creciendo, Raúl necesitaba un ordenador nuevo y el dinero apenas nos llegaba.Una tarde, al pasar por el polígono industrial de Villaverde y ver a las prostitutas, se me ocurrió una idea. Corrí a la cocina y cubriendo todos los fuegos de ollas y sartenes cociné cerca de doce tuppers de comida, los guardé en bolsas de plástico y me planté en el salón. Eran cerca de la diez de la noche y los niños ya dormían.

—Ioan, coge el coche, necesito que me lleves a un sitio.

—¿A estas horas? ¿Estás mala? ¿Y esas bolsas?

—Vamos.

Abrí la puerta de casa y Ioan corrió tras de mí. Una vez en el coche le fui guiando.

—¿Pero a dónde vamos?

—Tu gira por aquí.

—¿Al polígono?

—Sí venga. Ahora párate en esa esquina.

Ioan me observaba como si estuviera loca.

—Está lleno de putas.

—¡Ioan, por favor!—grité.

Obedeció, y me bajé del coche con las bolsas mientras él permanecía dentro. Al cabo de un rato aparecí con una bolsa menos y cincuenta euros más.

—¿Qué has hecho?

—Comida a domicilio.

—¡Estás loca!

—Ellas también tienen derecho a comer y están dispuestas a pagar.

Ioan miró el billete de cincuenta euros y luego a mí. Se encogió de hombros y seguimos recorriendo el polígono. Aquella noche ganamos ciento veinte euros.

—A ver, no te diré que es una mala idea, ¿pero sabes lo que haces? Esto puede ser peligroso. ¿Y si nos metemos en un lío?

—¿Prefieres que venga hasta aquí yo sola caminando?

—No, no, no.

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Así fueron sucediendo los siguientes meses: Limpiaba mi casa, limpiaba otras casas, y cada noche acudíamos al polígono. Terminé conociendo a todas las prostitutas, que tenían mi número de teléfono y me encargaban sus platos favoritos. No era la mejor opción, pero se acercaba la Navidad y quería que mis niños tuvieran una tablet. Habían sacado sobresaliente en todo y se lo merecían.

Una noche de primeros de diciembre, me encontraba haciendo el reparto y cobrando a las chicas cuando una patrulla de policía apareció. Se acercó a mí y me preguntó que qué estaba haciendo.

—Solo estoy trayéndoles comida a las chicas.

—Y cobrándosela. ¿Sabe que la venta ambulante es ilegal?

—No nos la está vendiendo, nos la da gratis.

El policía enarcó una ceja.

—Me va a tener que acompañar a comisaría, y su esposo también—dijo señalando el coche.

—En cuanto Ioan vio que se referían a él, arrancó el coche, hizo una rápida maniobra y se dio a la fuga.

—¡Será hijo de…!—gritó una de las chicas.

Los policías, las prostitutas, y yo misma no podíamos creer lo que acababa de pasar. Los agentes se giraron hacia mí y me invitaron a entrar en el coche patrulla mientras las chicas le gritaban que me dejaran en paz. De camino a la comisaría estaba en shock. ¿De verdad se podía caer tan bajo? ¿De verdad alguien podía marcharse de aquella manera y dejar sola a su mujer? Empecé a preguntarme si realmente valía la pena todo este esfuerzo que me había llevado hasta las puertas de la ley. El coche paró, y uno de los agentes me condujo hasta el interior de la comisaría para tomarme declaración y poner la denuncia. Estuve allí cerca de una hora hasta que veinte pares de ojos, y labios maquillados irrumpieron en el vestíbulo de la comisaría.

—¡Tienen que dejarla en paz, ella no ha hecho nada! ¡Es amiga nuestra, le encargamos la comida y ella nos la hace!

Oí decir a Carlota.

—Señorita por favor, ahora le están tomando declaración.

—¡No nos vamos a marchar hasta que nos dejen entrar y hablar con el comisario!

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—¡¿Pero qué está pasando?!—bramó el comisario Pérez al ver todo aquello.

—Pasa que como no dejen libre a Viorica, le voy a contar a tu mujer lo que hacemos tú y yo todos los jueves a eso de las cuatro de la tarde.—aventuró Carlota ante la mirada de asombro del resto de los policías y de sus compañeras.

El rostro del comisario palideció, a punto de colapsar. Parecía debatirse entre gritar y salir corriendo. Luego se dio la vuelta y entró en el despacho donde me encontraba.

—¿Es usted Viorica?

Asentí tímidamente, todavía con lágrimas en los ojos.

—Puede irse.

El agente que tecleaba mis datos se giró hacia él, interrogante, y el comisario le hizo un gesto de negación. Me levanté y salí hacia el vestíbulo donde me esperaban todas las chicas.

—Vámonos, cielo—. Carlota me atrajo hacia ella, mientras el resto me rodeaban y sacaban de allí.

Eran ya las dos de la mañana, hacía un frío terrible, y Carlota propuso a las demás irnos a su casa. No era muy grande, pero las veintiuna nos las apañamos para sentarnos en el salón, mientras yo no paraba de llorar.

—Por lo menos hemos conseguido que no te multen. Ahora el comisario nos la tendrá jurada unos meses, pero nada que no pueda solucionarse.

Mi móvil comenzó a sonar y se hizo el silencio en la sala.

—Es Ioan—musité.

—¡No se lo cojas!—dijo Carlota.

—Sí, sí, trae, que se lo cojo yo.

Vanesa me arrancó el móvil de las manos y descolgó la llamada.

—¡Eres un sinvergüenza! ¡Cómo se te ocurre hacerle esto a tu mujer! ¡Hemos tenido que ir nosotras a buscarla. ¡No te la mereces, me oyes!

Carlota forcejeó hasta que consiguió quitarle el teléfono.

—Ioan, soy Carlota, mira, esta noche Viorica no va a volver a casa. Mañana cuando esté más tranquila yo la acompaño. Sí, sí… Adiós.

Al colgar todas la miramos.

—Dice que lo siente mucho y que le perdones.

—¡Ja! ¡Qué típico!—soltó Vanesa.

—Estoy tan cansada…—lloré mientras me cubría el rostro con las manos—. De verdad que si pudiera trabajar en otra cosa lo haría. Pero no puedo, no encuentro nada, tengo casi cincuenta años, para muchos ya soy una vieja, y para los pocos trabajos que encuentro no me quieren hacer contrato. Y mi marido ya habéis visto, estorba más que ayuda.

Las chicas guardaron silencio, cada una hundida en sus pensamientos.

—Viorica—intervino Maira—¿Qué te hubiera gustado ser de mayor cuando eras niña?

La miré sin saber qué contestar.

—Yo quería ser peluquera—dijo Carlota—Lo tenía clarísimo.

—A mí me hubiese encantado ser azafata, y poder viajar por todo el mundo— continuó Vanesa.

—Yo buceadora, y guiar a los turistas por las profundidades del mar—apuntó otra.

Y así, cada una de ellas fue diciendo cuales eran los sueños que nunca pudieron cumplir.

Esa noche, durmiendo en el sofá de Carlota, soñé con todo lo que ellas no pudieron ser: con viajes, con el mar, con peinados, con diseños de pasarela, con pinturas extraordinarias, con locutoras de radios, con escritoras, actrices, empresarias… Pero al despertar me encontré con la cruda realidad de la escasez y las zancadillas de la sociedad.

Esa mañana, le pedí a Carlota que se quedara en casa, que no se preocupara.

Quería ir primero a casa de mi amiga María, y luego ya se vería. Tomé el metro, y mientras escribí a mi amiga para avisarla de que iba hacia su casa. Me preguntó si pasaba algo, a lo cual contesté que solo quería verla y darle y abrazo. Sé que no la engañé, porque al abrir la puerta preguntó:

—¿Qué ha pasado?

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Me senté en el sofá, y tras servirme un café le conté todo. No daba crédito. No era su intención juzgarme y aún así se llevó las manos a la cabeza cuando supo lo de mis ventas en el polígono. El espanto aumentó cuando le hablé de la fuga de Ioan y las horas en comisaría.

—No tengo una vida fácil.

—¿Y quién la tiene, Viorica?

—Tú al menos tienes un marido trabajador.

—Y un jefe explotador también. Siempre nos vamos a encontrar con algo que nos impida avanzar.

—No es justo.

—No, no lo es.

—Si vieras a esas chicas, María. Todas tan guapas, tan destrozadas, y con unos sueños sin cumplir. Ojalá pudiéramos hacer algo, por mí, por ti, por todas.

—Algo se nos ocurrirá, seguro.

La hora de volver a casa llegó, y en mi interior no sentía odio, ni pena, más bien alivio por lo que vendría a continuación. Introduje la llave en la cerradura y escuché unos pasos acelerados hacia la puerta. Allí estaba Ioan con la cara desencajada. Primero me abrazó fuerte y luego se hincó de rodillas repitiendo una y otra vez que lo perdonara. Los mellizos observaban la escena sin entender nada. Su padre les había dicho que había encontrado otro trabajo y me tocaba el turno de noche, pero a Raúl no lo pudo engañar.

Mi hijo se acercó, apartó a su padre y me abrazó con fuerza, mientras lloraba.

—Todo está bien, cariño, no llores.

Sentí su cuerpo temblando de rabia.

—Vamos hijos, haced una bolsa que nos vamos de excursión.

Raúl me miró atónito.

—Y tú también Raúl, nos vamos.

Mi hijo asintió, entendiendo perfectamente lo que quería decir.

—¡Viorica, por Dios, perdóname! ¿Qué vas a hacer tú sola con todos los niños?

—Lo mismo que hasta ahora pero con un niño menos.

Su rostro palideció y me agarró de las faldas, llorando y suplicando que no me marchara, que qué le diría a su madre, qué pensarían en el pueblo, y un largo etcétera cargado de chantajes emocionales y amenazas que ya no podían afectarme.

—Mira Ioan, la vida da muchas vueltas y yo siempre he sido el pilar de esta familia, mientras que tú has sido la pata coja que hace tambalear la mesa. Has tenido cientos de oportunidades de tener un buen trabajo en este país, no como yo. No has aprovechado, tu suerte, tu posición, nada, y yo ya estoy cansada de sujetar esta mesa coja.

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Para entonces, los niños ya estaban con su bolsa en la mano, y Raúl apartó a Ioan a un lado para abrir la puerta y marcharnos.

10 años después.

Nicoleta entró y se acercó a la oficina de dirección, donde una hermosa mujer tecleaba en el ordenador. La puerta estaba abierta, dio unos toquecitos y la mujer levantó la vista.

—Hola Carlota, ¿Te acuerdas de mí?

La mujer se quitó las gafas y la observó, hasta dibujar una gran sonrisa y correr hacia ella para abrazarla.

—¡Mi querida niña! ¿Cómo va todo?

Nicoleta le dedicó una triste sonrisa.

—Nos ha dejado, Carlota—y rompió a llorar.

—Mi niña…Lo siento tanto. ¿Cuando ha sido?

—Hace tres días.

Carlota asintió.

—Tu madre ha sido la mujer más buena y valiente que he conocido en mi vida, Nicoleta. Ella nos sacó de la calle, nos buscó trabajo, y luego creó este centro de ayuda a la mujer. Cuando enfermó, ¿sabes lo que me dijo?, que su vida tocaba a su fin porque ya había encontrado el propósito de su vida y que se sentía plena y en paz por ello.

La joven se secó las lágrimas.

—Eres su viva imagen—continuó Carlota—tan bella por fuera como por dentro, y valiente, no me cabe duda.

Nicoleta sonrió y luego le entregó un paquete envuelto en papel de regalo.

—¿Qué es esto?

—Me dijo que te lo diera cuando volviese a España.

Carlota lo tomó, y con manos temblorosas lo desenvolvió cuidadosamente. En sus manos tenía un cuaderno con las tapas marrones. Al abrirlo, comprobó que se trataba de un libro de recetas escrito a mano.

—Son todas las comidas que nos traía al polígono—dijo con un hilo de voz.

Alzó la vista, y con una lágrima corriendo por su mejilla susurró.

—Gracias.

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