Lectura: Certamen Literario La Corrala – Patio Feminista
Una obra de Fedora Freites
- Como una sardina en su lata
Por Fedora Freites
En una cuenta de Instagram aparece un grupo de hombres y mujeres retratados, posando con diferentes actitudes y en diferentes momentos de sus vidas; están separados entre sí por la cuadrícula del IG. Cada uno de ellos, en una primera mirada, te da la impresión de ser una persona feliz, normal, como tú y como yo, luego te das cuenta de algo: son actores, directores o poetas, en fin, son artistas los que posan en esas fotografías. Son gente que está maquillada y peinada, que forma parte de la «movida cultural», gente de la que podría decirse: ‘son bellos, sonrientes y exitosos’ o, ‘son gente culta’, y si no, ‘son individuos que forman parte de la cultura, del arte’. Las fotos, son imágenes extraídas de sus cuentas personales pero que ahora, por una encrucijada de la vida, se aglutinan en esta nueva cuenta que lleva por nombre @yotecreo
Si los observas bien te percatas de que en realidad no quieren estar allí. Pero lo están. Y yo, como espectadora detrás de la pantalla de mi Iphone, también lo estoy. Entonces empiezas a leer sus historias. Lo que tienen que decir. Porque para eso están allí, cada uno de ellos, para relatar una parte de sus historias. Están esperando (en algunos casos) narrar un episodio que marcó sus vidas, en otros, están presentes porque alguien más los está relatando, señalando, narrando.
Una periodista, de la que nadie conoce ni sabe nada, ha tomado las historias vinculadas con el #yositecreo y las ha publicado en esta nueva página, acompañando cada intervención con las fotografías de sus protagonistas. Esto, quizás lo ha hecho esperando dar escarmiento a los depredadores sexuales que han sido denunciados por las víctimas, o tal vez, para apoyar a las voces de tantas desconocidas quienes, evidentemente, han tenido que esperar hasta la llegada del movimiento #metoo para poder exorcizar de alguna manera tantos fantasmas.
Pasas de una crónica a la otra hasta que llegas a la fotografía de una actriz joven, sonriente. Una actriz a la que conociste en algún momento de tu carrera dentro del medio, pero con la que nunca trabajaste directamente. Una artista de la que pensaste en algún momento: ella es simpática. Una persona a la que diste por sentado. En el momento en el que comienzas a leer su historia tú todavía no lo sabes, sin embargo, tu pulso se acelera. Algo como el atisbo de un descubrimiento en ciernes te perturba. La intuición que te crispa los pelos de la nuca y que te deja sin aliento hasta el momento en el que lees el nombre de su victimario: es el de tu esposo… El director.
Una multitud del ámbito cultural deja sus comentarios, no solo en la publicación de la joven actriz que aparece sonriente, con el cabello al vuelo; también dejan sus comentarios debajo de las demás fotografías. Tú te sientas en una silla y comienzas a leer los comentarios. No puedes hablar. Solo leer. Y en tu mente las denuncias, los comentarios de odio y amenazas de toda índole comienzan a cobrar vida. De manera que ya no lees, ahora escuchas… Escuchas no solo a las víctimas, escuchas a las personas que participan activamente dejando sus observaciones debajo de las fotos, que interactúan con la espeluznante pesadilla. Estás sentado en una silla, delante está una mesa, con las manos sostienes tu celular y ahí, enfrente, están todas estas personas exigiendo ser escuchadas. Vociferando sus historias bien sostenidas por el algoritmo de Mark Zuckerberg. Estás allí, en META, oyendo los relatos de las víctimas, de sus victimarios y de una muchedumbre enardecida que antorcha en mano va en pos del monstruo del Dr. Frankenstein, pero esta vez la quema es a través de las redes sociales y los monstruos, son muchos. Los seguidores de la cuenta suben por minuto y cada vez son más y más las personas que participan de este gran tribunal en el que se ha convertido el Instagram.
Soy actriz. También me gusta escribir. Como artista sabes que cuando interpretas a un personaje exitoso o cuando escribes un texto y éste gusta, tienes cinco minutos. Cinco minutos de fama. Le expliqué el otro día a un amigo que la fama no es nada. No te da nada. Y dura lo que puede durar el proceso artístico. En mi caso, una actriz de las tablas, la fama dura quizás menos tiempo porque el teatro es efímero. Es un producto que vas a ver y que perdura sólo mientras lo estás mirando, luego se esfuma. Muere. De manera que la fama, en mi caso, dura el tiempo que demoro en recibir los aplausos y salir a la puerta del teatro a escuchar las opiniones del público que asistió a la representación. Otro tanto pasa con la literatura. ¿Quién lee un buen libro en estos días? Incluso en esta página del IG, las crónicas son cortas, van al grano. Puedes leer frases más o menos articuladas pero en líneas generales las historias van así: «Él me forzó». «Utilizó su poder como artista para sacar provecho de mí». «Me ofreció trabajar con él y me besó sin mi consentimiento».
En ese momento de la lectura, una idea impacta tus pensamientos. A estas víctimas nunca van a darles justicia. No. Porque la fama de sus casos solo va a durar cinco minutos. En algunos casos podría durar hasta diez minutos, como sucedió con la niña a la cual violó W. J. Y esto porque su caso fue subrayado por el suicidio del artista que la forzó. Sin embargo, al término de esos cinco o diez minutos, la mayoría de estos depredadores podrá volver a vivir una vida relativamente normal. Incluso hoy, un año y medio después de lo sucedido, este pensamiento sigue persiguiéndome. Hace un mes, sin ir más lejos, dos personas que trabajaron con el ex-director, mi ex- esposo, subieron sendos posts bastante significativos alabándolo como artista, mentor y amigo. Y ayer, sí ayer, vi que el Festival Internacional de Teatro de cierta ciudad sureña, anunciaba la representación de una de sus obras en la cartelera de eventos… Bueno, cada quien decide si gusta o no de asociarse con estos seres siniestros.
Pero aquel día, en aquella página @yotecreo la sala de discusión permaneció llena de gente hablando y tú en la silla, escuchando, llenándote de toda la información sin lograr reaccionar hasta que, entre los comentarios que acusan a tu pareja, aparece un usuario que capta tu atención. Lo lees. La escuchas. Es tu hermana, entre las víctimas. También hablando. Agitando en sus manos, en ese mercado virtual de historias, la suya. Gritando: «¡toma! ¡Aquí tienes mi historia de violación!». Intentando asegurarse esos cinco minutos de reivindicación.
Esos cinco minutos de fama que le van a permitir desenmascarar a su agresor. Ella cuenta que ha sido violada por tu ‘ex’, en repetidas oportunidades. Allí, en las redes sociales, ella narra que mientras tú estabas trabajando, mientras salías a comprar el pan para tu casa, tu pareja la drogaba con pastillas, con cervezas, vino y esperaba… Esperaba aferrado a su miembro masculino. Esperaba a que tu hermana cayera inconsciente para aprovecharse de ella, para violarla. En ese salón de gente fotografiada, sonreida, peinada, tu hermana te dice que ha sido abusada desde que contaba dieciséis años.
En la Escuela de Artes a la que asistí, pasamos muchas horas analizando el concepto de Catarsis que aparece reflejado en la Poética de Aristóteles. Una especie de depuración de las pasiones a la cual puedes acceder a través de la contemplación de ciertos eventos trágicos. Y a esto apesta el movimiento 2.0, a Catarsis, a expulsión. No solo de las emociones, también de los sujetos. Pero de nuevo, solo por cinco minutos. Luego de este tiempo todo queda olvidado. Todo queda quieto. Nada se mueve. El melodrama y las memorias son reemplazadas por otros eventos, otros pecados.
Otra de la historias que recuerdo de ese gran evento catártico, no alcanzó a publicarse en el Instagram porque llegó después, después de los cinco minutos de fama. Pero fue divulgada en el Facebook, y en el muro de noticias de esa App logré tener acceso a esta escritura de sufrimiento personal. En la base de un recinto religioso enclavado en las calles de alguna ciudad latinoamericana, opera un teatro. En ese sótano lúgubre y silencioso desde hace más de 40 años, existe una escuela de artes escénicas cuyo director, un calaverico actor marcado por las manchas de la edad, la experiencia y las arrugas, goza de un respeto irrefutable entre los factores del medio. La crónica que leí había sido escrita por una ex-alumna de aquella escuela de actuación, en ella, relataba cómo había sido seducida por el «maestro», utilizada sexualmente mientras fue estudiante y luego desechada de la manera más fría y vil que se pueda pensar. Los detalles de los maltratos psicológicos y jugarretas a las que fue expuesta resultan más bien maquiavélicos, incluyendo el bullying de los demás estudiantes quienes por supuesto, la repudiaron al enterarse de la relación que, dejando de lado el tema ético y moral, representaba para ellos una traición por parte de ella (la víctima) hacia ellos. Pasados aproximadamente unos once meses de haberse publicado la denuncia en Facebook, a este director, a este maestro, la crítica le otorgó un premio por su trayectoria y talento. Otra vez, se han acabado tus cinco minutos amiga, así que fórmate en la fila porque somos muchas las que nos hemos quedado sin tiempo.
El otro día recordaba a Gauguin, el pintor francés que en 1891 dejó la ciudad para irse a vivir a la pacífica Tahití. Ahí vivió y retrató a muchas de sus amantes, todas menores de edad, entre ellas Tehamana, su esposa de trece años. Ahora bien, el Museo Nacional de Londres en 2019, organizó una exposición del artista cuyo recorrido comenzaba con la siguiente pregunta: «¿Es hora de dejar por completo de contemplar a Gauguin?». Porque claro, surge la diatriba moral frente a la importancia de su legado, y todo pareciera indicarnos que debería haber una especie de pacto de silencio y olvido. Sin embargo recordemos que 1891 no es 2022, y que los cánones a los que ahora nos enfrentamos distan mucho de aquella otra realidad. Los matices digamos, los bemoles, debieran hacer que nuestra perspectiva sobre ciertos casos, en la actualidad, sea diferente. Lo siento Tehamana, tus cinco minutos se agotaron.
Cuando mi hermana habló. Cuando ella por fin, después de años de silencio, logró tener el valor de escribir un post relatando su experiencia, yo le pedí que por favor lo bajara. Por esta razón ella pasó a ser la misteriosa mujer que denunció a mi ex por violación, y de la cual solo muy pocas personas supieron quién era realmente. Hoy lamento profundamente haber acallado su ímpetu. A mi favor puedo decir un par de cosas. No fue para esconder la situación de abuso intrafamiliar. El agresor había salido de mi vida en el momento mismo en el que leí la primera denuncia. No. Fue la idea de estar aquí, en el Instagram. Que tu vida se viera reducida a esto. Que el momento climático de tu existencia pudiera caber en un post del IG, prácticamente reducida a una fotografía y a un par de líneas escuetas. Te sientes como una sardina en su lata. Como un enlatado. Tu vida es un producto que se mercadea en esa subasta de momentos climáticos, mientras la gente va comentando, decidiendo cuál historia es más terrorífica que la otra. Comparando la pérdida de la virginidad de aquella en manos de su agresor, con la situación de esta otra que fue asediada en escena por un actor con calentura.
La gente olvida que se trata de tu vida. De tu vida que ahora ha sido enchapada en un molde, en una cuadrícula y que tiene una extensión finita, por lo cual, debes asegurarte de que ese hecho que vas a narrar, esté lo suficientemente afilado como para sobresalir delante de las demás historias y así lograr que esos cinco minutos de fama realmente valgan la pena. De esta manera, nuestra vida, la comenzamos a ver en los términos de una insurgente narrativa, la del IG. Entonces comenzamos a vernos a nosotros mismos como historias, o reels o como una fotografía con un impactante pie de foto.
Hace unas semanas le explicaba a otro amigo qué era el SPAM. Intenté describirle aquella carne procesada que a los ingleses gusta tanto. Es, le decía, una especie de jamón embutido que viene en una lata. Es como una salchicha de carne de vacuno… Pero más grande y rectangular. A lo que él abdujo: «¡Ah Claro!, es como la comida que el personaje de Brad Pitt le da a su perro en aquella película de Quentin Tarantino ‘Once Upon a Time in Hollywood'». ¡Y sí! ¡Eso era! ¡Exactamente! Carne para perros, pero sin un final feliz. Y ambos nos reímos a carcajadas porque a él le resultaba inconcebible que aquello existiera y que además a la gente le gustara. «Debe ser (decía él) el resultado de alguna posguerra».
Año y medio después, acá estoy. Como el resultado inequívoco de alguna posguerra. Reduciendo la historia de mi vida a una representación de una hora para un Live en el IG. Disfrazada de SPAM. Porque esta nueva tecnología es ahora el medio que tenemos para recordar. No en vano existe el #TBT. Porque tal vez, solo tal vez, esta intervención virtual te dé la oportunidad de convertir tu historia (una violación, un incesto, un asesinato, un suicidio), en algo de más valor. Algo que puedes vender. Un intercambio por metálico. Tengan ustedes presente que mi gran duda antes de comenzar este Live, era cuál filtro convenía más a esta historia. Y dónde colocar las luces para que mi perfil se viera mejor, o cuál esquina de la casa representaba más justamente la tragedia cumbre de mi vida. Porque aunque tu historia solo tenga vigencia por cinco minutos, más vale hacerlo bien que hacerlo a medias.
A lo mejor estoy buscando una especie de redención. Al igual que las demás mujeres. Quizás toda esta gente está buscando redimirse. Pero, ¿de qué? ¿Por qué? Tal vez a esta generación le falta cielo. O este es el nuevo cielo. Y cada cuadrícula del IG es un confesionario. Y los que nos leen son los dioses o jueces. Porque ya no son Cristo o Jehová los que nos juzgan, si no nuestros seguidores. Ustedes. Tal vez esta es la nueva tribuna gracias a la cual podremos acceder al perdón, a la reivindicación. Este producto que cabe en una cuadrícula del Instagram, que soy yo, que eres tú, que somos todo lo contrario a un relato rosa, sirve de ejemplo para esos otros que nos ven y así conseguimos nuestra salvación. Así lavamos nuestro nombre, a partir del mal ejemplo. Porque si somos un mal ejemplo en Instagram, otros podrán aprender a ser personas… No mejores… No… A ser personas más interesantes. Porque en esa competencia por ver quién tiene el reel más novedoso, en esa carrera por conseguir más likes, vamos depurando nuestra imagen y lo que proyectamos de ella. Vamos moldeándonos y moldeando el gusto de nuestra sociedad. Y así iremos avanzando y evolucionando hasta convertirnos en las personas más interesantes del IG. Y si lo dicen las redes sociales, debe ser cierto. Pero para esto, una de las cosas que siempre hay que tomar en cuenta es que los cinco minutos se agotan y debes pasar a otra cosa. Rápidamente. Si quieres pertenecer, claro está. Debes pasar a otro mal ejemplo, a otro pecado. A otro Live. Y así mercadearte, mercadear tu historia, tu vida, y esperar el juicio de todos tus seguidores.
Así que acá estoy. Vendiendo mi historia. Esperando renovar los cinco minutos que merecía la narración de mi hermana. ¿Acerca de su caso? Todo bien, interpuso una demanda en la fiscalía en contra de mi ex. Una acción de la que podría decirse que es ‘demodé’ y de la cual no esperamos mayores resultados, pero que al menos es real. ¿Yo? Sigo aquí. Como el SPAM. Disfrazada de carne para perros. Como una sardina en su lata.
(Monólogo para ser interpretado en un Live de IG) (Se proyecta sobre una pantalla al fondo del escenario. La actriz está frente al público en un lateral del escenario, ubicada en proscenio, y una cámara capta su imagen. Detrás de ella hay una pantalla más chica en la que puede verse la aplicación, de manera que la cámara frontal al captar su imagen y proyectarla en la pantalla grande al fondo del escenario, hace parecer como si la actriz realmente estuviese hablándonos desde su cuenta del IG).