El aguafiestas
Jesús Valbuena Blanco.
Me pide José Ángel Rodríguez –un tipo tan grande que es pura esencia– que escriba un relato para el debut del Más en la nueva normalidad y me ha salido un relato tan triste que me ha parecido impropio de un número tan especial como éste, el del regreso del medio a la cita con sus lectores y sus clientes. Así que me he decantado por hacer acopio de lo vivido en este tiempo de pandemia y encierro.
Pero lo cierto es que la tristeza lo ha puesto todo perdido en los últimos tres meses. La vida se detuvo el 14 de marzo ante una amenaza que era ya una realidad y que, a su vez, era todo incertidumbre. Qué paradoja. En el ocaso de la primavera, la vida vuelve a su ser y lo hace llena de miedos. Las estupideces se escupen desde los teclados de los teléfonos móviles y las mascarillas nos protegen del virus y del hedor a podrido que sale de ciertos pucheros abollados.
Durante estos meses no he necesitado siquiera salir al balcón de casa para descubrir la crueldad de cuanto sucedía ahí afuera. Descubrí desde casa a los presos de Aranjuez y Valdemoro escribiendo cartas a los enfermos de los hospitales: “Cada día que pasáis en el hospital, lo metía yo en mi condena. No os merecéis lo que estáis sufriendo”. Me topé con el ex boxeador Javier Castillejo repartiendo comida con la Cruz Roja de Parla y con un policía nacional que me contó lo triste que es patrullar a caballo por las calles vacías de Madrid. Estuve en Chile con Jesús y Carmen, atrapados en su sueño de dar la vuelta al mundo, y estuve también en Fuenlabrada, ayudando a una mujer a encontrar el cadáver de su madre por las morgues de Madrid.
En el abril plomizo de 2020, una residente del Severo Ochoa me dijo: “Lo que estamos viendo es indescriptible. Se nos muerte gente de 40 y 50 años. Siento rabia, impotencia. Al principio estaba en shock y lloraba, ahora estoy en una fase de rabia. Necesito hacer algo más. La gente se nos está muriendo sin ver a sus familias. Es lo más horrible que he visto en mi vida. Yo había visto morir a una persona de 40 años. Una vez. Y ya. Esto está pasando todos los días”.
La directora de una residencia de Aranjuez desconfió de mis cartas de presentación y prefirió colgarme el teléfono. Es terrible lo que ha pasado en las residencias de mayores. Los viejos habrían podido jugarse a las cartas quién sería el próximo en caer de no ser porque no podían jugar a las cartas. Han muerto solos y con los dedos cruzados.
Al cabo de mucho, tuve tiempo de salir con Nacho a la calle y de descubrir un Aranjuez silencioso, afligido y desocupado, con las cicatrices propias de un virus que ha terminado por arrasarlo todo. Con un índice de mortandad tan elevado que apenas si se le encuentra el pulso en sus muñecas.
Al final, la tristeza ha devorado mi colaboración en la reentré del Más en la nueva normalidad (chupito) de sus lectores. Perdón por ser aguafiestas, pero ha sido todo muy triste.