Benicassim II
Porque de hecho aquella era la antigua casa de su padre. La misma en la que Karlo llegó al mundo y simultáneamente se quedó huérfano de madre. La discreta morada de un pescador menorquín, su progenitor, al que todos en la isla llamaban Cal-los. Rememoró algunas escenas de su adolescencia, en las que salía a pescar con él las apreciadas langostas. Utilizaban las nansas que ellos mismos construían y recogían el premio a su paciencia navegando en el llaut familiar, cuyo nombre era “Beníssim”. Gracias al considerable dinero que los turistas ingleses pagaban por aquellos feos y tontos animales, y también a la vida espartana de ambos, en la que gastos y caprichos eran inexistentes, Karlo pudo ir a estudiar a Barcelona.
Los ahorros dieron para matrículas y modestísimo alojamiento durante tres años. La manutención se la procuró el estudiante a base de trabajos esporádicos, trapicheos y la ayuda de algunos amigos que ahora eran pasajeros habituales en los cruceros que realizaba en su yate. Acabada la formación, volvió a la isla y explicó a su padre lo que había aprendido: como prever los cambios en esa ruleta rusa que llaman Bolsa y ganar dinero con ello. Era consciente de que el sistema estaba diseñado exclusivamente para preservar y aumentar la fortuna de los más poderosos, y que a los mortales normalitos se les dejaba jugar solo para que acabasen perdiendo sus ahorros. Pero él había descifrado las leyes escondidas y los mecanismos del Parquet. Y estaba dispuesto a sacar el máximo rendimiento al fruto de tantas langostas. Solo necesitaba un poco de dinero para empezar. Cal-los no lo pensó dos veces y vendió su barca, con una fe ciega en las posibilidades de su hijo. Con aquel capital de tan solo quince mil euros empezó la aventura bursátil. A Karlo le temblaba hasta el alma cuando realizó las primeras operaciones, pero al cabo de unas horas ya había doblado esa cantidad.
En secuencia exponencial, continuó acumulando ganancias durante un mes, al cabo del cual obtuvo su primer millón. Después y durante dos años, los ceros en su cuenta se fueron amontonando. Pasado ese tiempo compró para su padre una casa enorme en Cala Morell y el nuevo barco que ahora se llamó “Óptimo”. Él continuó amasando dinero tres años más, trabajando quince horas al día, tras de
o cual interrumpió el esfuerzo obsesivo y se dedicó tan solo a gastar lo que había reunido. Adquirió el yate “Sin nombre” y se puso a dar vueltas al mundo con él, pasando una vez al trimestre por Menorca para ver al viejo pescador. Este se había convertido en un sujeto entre ridículo y grotesco. Vestía únicamente polos de marca exclusiva, casi siempre de color rosa, abotonados hasta arriba y con el cuello levantado. Pantalones color beige muy ajustados y zapatos blancos sin calcetines. Unas gafas oscuras de concha, muy grandes y el pelo encrespado, teñido de color sexo de hormiga, completaban el atuendo.
Lo más impactante en él era su conversación. Con ella trataba de demostrar a todos, y sobre todo a todas, que gracias a su hijo tenía mucho dinero e influencias en la isla. Lo hacía utilizando un lenguaje basto y muy directo, que matizaba con alguna sofisticación oída a su vástago. Pero también necesitaba expresar el carácter independiente y salvaje. La mayor felicidad se veía en su sonrisa, ya que los ojos iban siempre tapados por el carey, cuando hablaba de la antigua barca y de cómo, llevado por ella, se acercaba con arrogancia a los yates de los famosos, o se bañaba “en puta pelota” en todas las calas, como si fuese ya entonces el amo de Menorca. Karlo le entendía. Él mismo, sentado ahora en el muro de la vieja casa se sentía mucho más feliz que con la vida regalada y obscena que llenaba sus días de manera compulsiva. Seis años atrás todo había dado un vuelco vertiginoso, que en aquel tiempo creía era para bien. Pero ahora se daba cuenta de que el ciclo ya estaba completo y era tiempo de volver a darle un empujón al destino. Al girar la cabeza hacia el mar, vio un poste de madera, muy cerca de donde estaba sentado, con la marca 6/36. Era uno de los mojones del Camí de Cavalls. Cuando era un niño, su abuelo le había explicado historias de aquella senda de ronda que circunvalaba la isla y era utilizada por mercaderes y pescadores, pero que también había tenido fines militares en tiempos de su tataratatarabuelo francés. Era un atractivo turístico más de Menorca, aunque reservado a una minoría de visitantes interesados por el ejercicio y la naturaleza.
Entonces se reafirmó en la decisión preliminar que había tomado al abandonar el barco: no volvería a subir en él. En previsión de ello le había dejado una nota manuscrita al capitán en la que le indicaba que se ausentaría por un tiempo. De esa manera evitaría que su falta provocase preocupación, una búsqueda oficial y titulares en los periódicos. Lo que le interesaba era precisamente lo contrario. Volver a
pasar desapercibido. Depender, de nuevo, únicamente de su cuerpo.