[ CUENTOS DE VERANO DE FARRAMUNTANA ] Con la venia
…donde el glosador ha ido a parar por su manía del trasiego crónico (Xarau, G104/19090730) Que un cementerio esté dentro de los ya inexistentes muros de la ciudad es algo que no suele suceder. Las epidemias, la creciente dureza de los corazones y el culto a lo efímero los fueron desplazando a las afueras. Pero este en el que hoy me encuentro es una bellísima excepción. Está en la montaña de Montjuïc y mira al mar. Muchos de sus habitantes son ilustres: artistas, políticos, empresarios. Famosos de los pasados dos siglos, que, en la mayoría de los casos, moran en panteones que son obras de arte irrepetibles, como los ocupantes. Gestos de vanidad perdonables, mármoles que evidencian el poder de un último suspiro. En alguna ocasión repletos de símbolos extraños, trampas que invitan al visitante a quedarse un rato frente al túmulo para intentar descifrarlos. Porque todos los trucos son válidos para asegurarse un poco de trascendencia. Mezclados con los sepulcros de élite, como si fueran la ganga de una mena que no es consciente de estar hecha del mismo polvo, se ven las tumbas sencillas de los ciudadanos de a pie. En ellas, la poesía se consigue muchas veces de la manera más evidente: con un buen epitafio. He venido hasta aquí para ver a un amigo. De esos que se pueden tachar de especiales. Alguien a quien he tenido que conocer y querer a través de sus obras póstumas, porque falleció veinticinco años antes de que yo naciese. Murió en el mismo pueblo en el que vine al mundo, pero la familia quiso que se le enterrase en su ciudad natal. Hoy vengo a visitarle al lugar en el que imagino que, después de una vida sin descanso, por fin reposa. Me reciben, los primeros, unos agresivos mosquitos que se ceban en mis tobillos. ¡Y luego dicen que solo salen por las tardes! A no ser que se trate de insectos fantasmas. Pero las picaduras son muy reales. Llego hasta el sepulcro que está marcado con el número diez, muy cerca de la entrada. La placa principal indica que se trata de la tumba de Lluïsa Denis, pero en la lápida, junto al nombre de la propietaria, está también el de su esposo, mi amigo Santiago Rusiñol. Quiero pedirle permiso para ejecutar una de mis últimas locuras: traducir al castellano las más de novecientas glosas que escribió en la Esquella. Ahora caigo en la ironía que representa que eso le convierta en “novecentista” de alguna manera. Vengo a jurarle que no seré un traduttore traditore, a asegurarle que respetaré la frescura de su expresión catalana, a comprometerme a contar lo mismo que él contó (lo evidente y lo oculto), y a decirle que, como mucho, cambiaré algunas de las comas que tanto amaba, por puntos. Estoy seguro de que él, tan adicto a lo excéntrico, lo aprobará con una sonrisa, pero me gustaría su confirmación formal. De manera que subo al lado derecho del monolito en el que está enterrado y le explico el proyecto. —Me parece bien — contesta, con esa voz que Pla calificaba de nasal —, y más si como dices la gente de tu pueblo está muy interesada. Consiento, siempre y cuando lo tomes con la debida calma. De la lectura de las Glosas habrás deducido que no soy partidario de las prisas. Venzo la tentación de iniciar una discusión sobre la eficacia. Tampoco tiene sentido hablarle de los medios actuales que desconoce. Así que acepto su recomendación, que adaptaré a lo que yo entiendo por sosiego. Para cambiar de tema le pregunto por qué no está en el mausoleo de los Rusiñol, a escasos cien metros de distancia. —¡Pero hombre! Tú ya conoces la respuesta. Como sabes me fui al otro mundo antes que Monina. Así que ella se aprovechó de las circunstancias e hizo que me trajesen aquí, para que estuviésemos juntos el resto de nuestro tiempo. La verdad, yo me hubiera quedado en Aranjuez con gusto, pero después de aquella escapada mía a París, que duró siete años, y de tanto tiempo cuidándome sin pedir nada a cambio… ¡qué menos que ceder en esto! Eso sin contar con que bien poco podía hacer para oponerme. Sonrío y recuerdo una tumba que vi en Méjico, en la que el epitafio decía: “a mi X, del que ahora sé donde pasa todas las noches”. —Y tampoco me gustaría aguantar la eternidad entera oyendo más consejos del abuelo Jaume, o de mi hermano Albert —prosiguió —. Estoy más acostumbrado a “la de casa”, que sabe que necesito libertad, pero que con un poquito me basta. —Claro — respondí—. Y aquí uno no se puede ir muy lejos. —En eso te equivocas — me corrigió —. Para nosotros no hay distancias. ¿No te lo ha explicado tu bisabuelo Calores? Lo único que debemos respetar es la madrugada, que hay que pasarla en la madriguera, pero durante el día podemos ir a donde queramos. Yo suelo disfrutar de buenos ratos en Mallorca o Aranjuez. Aunque la mayoría de las veces me conformo con salir a dar una vuelta por los alrededores. —¿A ver a los amigos? —¡No! A esos ya los frecuenté suficientemente en vida. Me refería a andar por las cercanías del cementerio. Ni te imaginas lo concurrido que está esto cuando anochece. Coches y más coches, que traen hasta este lugar tranquilo innumerables parejas que vienen a celebrar la vida cerca de la muerte. Imagino que está contento de tener tantos cipreses cerca, aunque en ellos vivan estos mosquitos tan molestos. —Mira noi — responde, como si me leyese el pensamiento —, a mí los bichos no me pican, porque voy siempre muy tapado. Cosas de mi época, y ahora ya no hay quien cambie de estilo. —¡Hombre!, noi, noi, no lo soy tanto, que ya estoy a punto de llegar a los sesenta y tres. —Un chaval. Al menos comparado conmigo, que paso de ciento cincuenta. Pero bueno, tengo que dejarte que oigo que Lluïsa me llama. Vuelve cuando quieras. Y amén a lo de tu tesis. Me quedo un rato más contemplando al ángel de piedra que vela impertérrito sobre la pareja. Intuyo que me mira de reojo desde su postura atípica, con las alas plegadas. Sin embargo, tiene el pie derecho ligeramente adelantado, lo que indica que está a punto de lanzarse a volar. Obra temprana del amigo Clarasó, encargada por Lluïsa justo tras casarse con Santiago. A eso se le puede llamar previsión.