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Publicado: Jue, Jul 25th, 2019

CUENTOS DE VERANO DE [ FARRAMUNTANA ] Experiencia religiosa

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La vida es una obra de teatro que no permite ensayos (Charles Chaplin) El restaurante está casi vacío y me alegro. Aparte de la mía, solo dos mesas con siete ocupantes en total. Lo siento por los propietarios, pero doy por sentado que tienen muchos otros días de lleno absoluto. El caso es que a mí me gusta tener espacio, poco ruido, y la máxima atención (discreta) de quien me atiende. Me decido por una ensalada de espinacas y salmón, seguida de cabrito en guiso de la tierra, con patatas y pimientos. Llega el primero, y cuando estoy a punto de dar el bocado inicial, oigo: —Buenos días, venimos por lo de la prueba de boda. Por el rabillo del ojo veo a una pareja, los supuestos novios, en la que lleva la voz cantante ella, seguida de otros cuatro amigos asesores. Todos dispuestos a ensayar un menú triple para seleccionar lo que mejor les parezca para ese día clave que ya se acerca. —Pasen por aquí. Esta mesa redonda es la suya — les indica el maître. Hasta ahora la injerencia parece soportable. Además, los han situado razonablemente lejos de mí. Entre eso y la altura del techo se atenuará el impacto sonoro causado por los advenedizos. —¡Ya han llegado los de la boda! — dice el jefe de la sala en dirección a las cortinas que aíslan la cocina. Mientras tanto, la futura señora de X reparte unos papelitos a los miembros de su mesa. —Esto es para que anotéis las valoraciones de los platos. Por ejemplo: croquetas de jamón, “ok” si son ni fú ni fá, “muy bien” si merecen estar en el menú, y “no” si hay que excluirlas. ¿Entendido? El futuro señor X asiente diligentemente, mientras que otros ponen cara de circunstancias. Esperaban una comida de gorra y parece que van a pasar un examen. Los comensales del resto de mesas parecen estar tan pendientes de la escena como yo. Solo uno del trio del fondo permanece absorto en un combinado de tocarse la nariz, hurgarse las orejas y llevarse más tarde los dedos a la boca. Parece que tiene hambre. En cuanto a los cuatro que están en el centro geométrico del lugar, franceses y jubilados desde hace más de quince años, están disfrutando de un espectáculo gratuito, adicional al placer de comer en un buen restaurante por el precio que pagarían en un tugurio de su tierra. De repente, aparecen en la sala media docena de personas, que cargan ropajes diversos, así como un biombo plegado bajo el brazo. El que encabeza el grupo explica a los sorprendidos probadores: —Por la información de que disponemos, hemos seleccionado para este test el modelo “natural y discreto” para el novio, “fascinación” para la novia, y “lolailo” para los invitados. Espero que acertemos con las tallas — dice, mientras guiña el ojo a una de las que le escuchan, visiblemente preocupada —. Vamos a proceder a vestirles. Montan los parapetos y cambian de indumentaria a los seis en un santiamén. Se oyen risas nerviosas de las señoritas. Los caballeros parecen dudar del asunto higiénico, porque se rascan repetidamente en las zonas que suponen tienen más peligro de contaminación previa. Una vez perpetrada la transformación se van los vestidores. Aparecen a cambio un par de fotógrafos. Dan indicaciones al grupo y les toman treinta o cuarenta instantáneas, en las que todos salen poniendo morritos. Luego parten por donde llegaron y se cruzan en el camino de vuelta con otro grupo, compuesto de un sacerdote y dos monaguillos. —A ver, ¿quiénes son los que se casan? — pregunta el cura, a lo que responden cuatro dedos índices derechos, señalando a los dos implicados. —Muy bien, supongo que habéis hecho los cursillos y os sabéis la ceremonia. Vuestros amigos oficiarán de testigos, y los fieles… Al oír esa palabra, la camarera que me sirve se acerca y me pregunta al oído si me importa asistir a la boda. No doy crédito a mi boca cuando la oigo responder “¿por qué no?” Al fin y al cabo, la ensalada no se me va a enfriar, y, según parece, también han convencido a los franceses y al trio. Al cabo de poco formamos un círculo dispuestos alrededor del clérigo, que empieza a decir eso de: —Estamos aquí reunidos… El novio, sin duda nervioso por las circunstancias, da un involuntario paso atrás y tropieza con una de las lámparas de pie que hay junto a las mesas. La hace caer y la pantalla de cristal se hace añicos. El estruendo nos sorprende a todos. Vuelve a aparecer el maître, claramente contrariado por el percance. —¡Ah no, eso sí que no! ¡Rotundamente no! Pase que me traigan a cuatro amigos a probar los platos por la cara, pase que aún no me hayan dicho si los invitados van a ser cien o media docena, pase que…pero romperme una lámpara, eso ya es inaceptable. Miren, mejor que organicen la celebración en otro restaurante. Los aludidos, abrumados por la bronca, apenas aciertan a balbucear una excusa. Se vuelven a cambiar de ropa, esta vez sin biombo y se van con las cabezas gachas. Justo antes de salir se oye a la novia decirle al patoso: —Tenías que ser tú, Kevin. No das una. Mira, si luego un día nos acabamos divorciando, seguro que será por esto. El jefe de sala recompone el gesto y nos tranquiliza. —Vuelvan a sus mesas, se lo ruego. Gracias por su participación y disculpen las molestias. Como compensación, la casa les invita. Luego se esconde de nuevo tras las cortinas, supongo que para llorar sin que le veamos. Le oímos decir amargamente entre bambalinas: —¡Si es que hay gente que no sabe estar ni en la prueba de su boda!

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