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Publicado: Vie, Jun 28th, 2019

CUENTOS DE VERANO DE FARRAMUNTANA: Esperanza (2)

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Lleva mucho tiempo crecer hasta convertirse en un niño (Picasso) La mujer se trasfigura cada vez que habla de su niñez. No es necesario insistir demasiado para que se transporte a esa edad. Entonces, aparece un brillo nuevo en sus ojos, que luego cierra, como para evitar que el fulgor se escape. Inmediatamente, las palabras fluyen con la energía que ni los años ni los sinsabores han podido robarle: —Voy a hablarte de “la sortija”. ¿No sabes de que se trata?, pues ahora lo sabrás. Me lo cuenta en catalán, excepto para ese nombre de anillo, que deja deliberadamente en mi lengua materna. —Los veranos, en la colonia de la fábrica, podrían parecer aburridos para alguien que no fuese yo. Es cierto que no pasaba casi nada, pero para mí tenían el encanto especial de los primeros años de vida, esos en los que el mundo es tu casa y los que en ella viven y te rodean. Recuerdo esa sensación, muy lejana, aunque no tanto como la suya. Tacto de ceniza todavía tibia. —A mediados de estación cenábamos al aire libre, en la gran terraza—quizá no lo era tanto, pero a mí me lo parecía— y para alumbrarnos se encendía aquella bombilla, que al cabo de poco rato parecía una bestia gigante por tantas mariposillas como se quedaban pegadas en ella. Recuerdo que me producía un placer especial pasear descalza por el suelo caliente del terrado. Sentía que era como andar sobre huevos acabados de poner. Sabe describir las imágenes con referencias que las dibujan por completo. Pienso en ella desplazándose de puntillas por un mar de óvalos blancos. No los rompe, a pesar de que los dedos de sus pies juegan con ellos. Da para un cuadro. —Un buen día, nuestros padres decidían ir a comprar fruta a Vic. Con ello, nosotros entendíamos que había llegado la hora de la gran celebración de la sortija. Doy por sentado que el nombre era invención de mi padre, cuya imaginación no tenía límite. La pista de la fruta no aporta luz a mis dudas. No alcanzo a establecer ninguna relación lógica entre postres y joyas. Ella sigue explicándolo. —Cuando el sol empezaba a esconderse, pero todavía con buena luz, esa luz tan amable que no molesta y deja ver cada rincón de las cosas, mi padre, sentado en su butaca exclusiva, lanzaba la invitación con un “empecemos”. Empiezo a intuir que está hablando de un juego, y que los clientes de aquel divertimento eran sobre todo los niños. O quizá también los mayores al ver como aquellos disfrutaban. La verdadera alegría es patrimonio de la infancia, y los adultos tienen que conformarse con las migajas de un poco de contagio. —¡Qué jolgorio! Allí nos tenias a todos — hermanos, primos y vecinos, al menos una docena—entusiasmados, poniéndonos a toda prisa el traje de baño. ¡La magia que transmite el bañador a un niño! Todavía me veo, ejecutando ese mismo ritual, para sumergirme en el río, como si fuera el experto nadador que no era. Pero…el relato se dispersa. ¿Frutas, sortijas y trajes de baño? —Mientras tanto, mi madre, con ayuda de algún otro familiar, sacaba a la terraza el gran barreño. Ese que normalmente se utilizaba para lavar la ropa. Iba lleno hasta el borde con agua fresca. Y allí echaban las piezas de fruta: melocotones, plátanos, manzanas, peras, ciruelas, y también una sandia y un melón. Visualizo la escena y descubro con sorpresa que los plátanos verdes se hunden, pero los maduros flotan. No menor es mi asombro cuando me doy cuenta de que la sandia flota también. —Y aquí viene el juego y la aventura: nos poníamos en fila india en orden de pequeños a grandes, a unos quince metros del barreño, y al silbido de mi padre salíamos disparados, uno cada vez, en dirección a la vasija. Sin pararnos, teníamos que coger una de las frutas, que ya se convertía en un tesoro personal. No puedo escapar a la tentación de buscar en San Google el “juego de la sortija”. Parece que tiene raíces medievales, y que inicialmente se trataba de pasar una lanza por el agujero de un anillo colgante. Esta versión de las frutas me parece mucho más alegre. —¡Qué risas! Quedábamos salpicados por la mezcla de velocidad y agua. Y el entretenimiento duraba hasta que anochecía…o hasta que toda la fruta había sido recogida. Con excepción del melón y la sandia, que eran un reto imposible para nuestras manos pequeñas. Nada más lejano de las distracciones digitales de hoy en día. Y, sin embargo, como siempre, en la simplicidad está la perfección. —Llegado este punto, mi padre tocaba una campanita que anunciaba el momento más divertido. Nos poníamos firmes y cerrábamos los ojos. Él levantaba el barreño y nos lo vaciaba encima. Nuestros gritos y las carcajadas se oían en toda la colonia. Noche de verano. El escenario perfecto para injertar recuerdos. Solo de pensar en ello, percibo aromas que llevaban décadas esperando en un cajón de la memoria. —Tocaba secarse y ponerse el pijama. La experiencia culinaria de mi madre se hacía patente, y ¡falta gente en la mesa! Las frutas del juego eran el postre, reservado para cada uno según sus hazañas en la sortija. Pero te aseguro que nunca pude hincarle el diente a la ciruela —mi preferida— tan gloriosamente ganada. Era tan intenso el cansancio, físico y nervioso, y era tanta la felicidad…que la cabeza se nos desplomaba sobre la mesa justo después de tomar la sopa. ¡Qué rabia!

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Sobre el Autor

- Diseñador gráfico del Semanario MÁS.

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