Cuentos de otoño de Farramuntana: Los bichos raros [ III ]
El tercero de la lista contaba a todos que había sido torero de joven en su tierra natal, el delta del Ebro. Como estaba retirado de tales actividades desde hacía ya mucho tiempo, era mal visto pero menos, en aquella región tan refractaria a la tauromaquia.
También explicaba que había tenido que dejar el arte de Cúchares, por motivos económicos. No solo no ganaba dinero con ello, sino que casi siempre tenía que poner de su bolsillo para sufragar los gastos de las corridas.
Conservaba todavía la postura de matador. Era bastante bajito pero le sacaba el máximo provecho a los escasos centímetros de su estatura. Llevaba siempre el cuerpo muy estirado, con la cabeza ligeramente hacía atrás, la pelvis adelantada, y movía los brazos de forma marcial al andar.
Cuando encontraba a una señora en un lugar estrecho, cedía el paso al tiempo que ejecutaba un natural con la mano derecha. Muchas lo agradecían complacidas y le premiaban con una sonrisa. Algunas, sin embargo, lo tomaban por guasa o, peor aún, por actitud machista, y le soltaban improperios de gran calibre, que él simplemente ignoraba. Igual que había tenido que hacer más de una vez en la plaza de La Cava, en la que lo más fino que podía oírse eran alusiones al oficio materno.
Le quedaba poco pelo en la cabeza, aunque muy abundante, en forma de corona de laureles, ensortijado, negro y brillante. Parecía que llevaba un peinado afro limitado solamente a sienes y nuca.
Paseaba continuamente por el pueblo, de manera que resultaba inevitable encontrarse con él al menos un par de veces por día. En ocasiones, en algún lugar lejano, muy poco después de haber sido visto en el centro del pueblo, como si fuese capaz de tele transportarse.
—¡Ex torero en Cataluña! Acepto que es todo un personaje.
—Pues la cosa tan solo acaba de empezar. Espera que te cuente más detalles.
Se había convertido en una especie de atracción local. A todos les divertía verle ejecutar el volapié con las tapas de los que tomaban algo en cualquier terraza. En esos momentos, se paraba a un metro de la mesa en cuestión, giraba su cuerpo para ofrecer solo el perfil, tomaba de su oreja izquierda un palillo que llevaba siempre allí, y tras llamar la atención con la mano siniestra entraba velozmente a matar, pinchando la aceituna rellena, el berberecho o la patata brava, con precisión inigualable. Las jornadas en las que estaba especialmente inspirado se atrevía con las banderillas. Para ello utilizaba dos alfileres que desprendía de su solapa. Solía contar que le faltaba el simulacro de los picadores, pero que para oponentes de tan poca monta como los aperitivos estaba de más ese castigo.
La maniobra iba siempre acompañada de los vítores y aplausos de la concurrencia, aunque en alguna ocasión un turista desconocedor de aquella costumbre se había cabreado hasta el punto de perseguir a Greñas por toda la plaza. En el recinto no había nada que pudiese convertirse en burladero, pero el ex matador conservaba una forma envidiable y corría que se las pelaba. Ni que decir tiene, que nadie fue jamás capaz de alcanzarle, lo que generó muchas otras ovaciones.
No dejaba de ser curioso hasta qué punto se producía una complicidad total entre el antiguo torero y personas que eran tan anti taurinas, aunque había que reconocer que, al no producirse muerte de animal alguno, la faena resultaba de mejor aceptación popular.
—En resumen, que era un ídolo.
—No para todos. También tenía un lado oscuro.
Corría por el pueblo el rumor de que Greñas había abusado de un adolescente, pupilo suyo, al cual enseñaba pases y lances. Ello cuadraba con la creencia extendida de que los toreros son, en muchos casos, homosexuales. Su forma de vida, rodeados casi siempre de miembros de idéntico género, embebidos en un individualismo estético, endiosados, y en definitiva, cercanos a la muerte frecuentemente, hacía que el deseo por las experiencias nuevas se convirtiese en algo normal.
Los padres del presunto agredido le pusieron una denuncia. La cosa derivó en investigación y juicio, en el que quedó probada oficialmente su inocencia. Pero el daño estaba hecho. El viejo torero perdió la compañía del que estaba llamado a ser su sucesor en el oficio de ejecutar aperitivos, y una parte de la gente del pueblo se quedó con la idea de que aquel extraño no era buena gente. Como resultado, todos los niños del lugar, advertidos por sus progenitores, se alejaban de él en cuanto le veían.
—Pobre Greñas. Me da un poco de penita.
—No te fíes. Cuando yo le miraba a los ojos, encontraba siempre un brillo extraño. Mezcla de desafío y lascivia. Si el río suena…
—¿Te parece normal que en un pueblo haya dos tontos oficiales?
—No es lo habitual, con uno suele bastar.
—Pues allí había un par, a cuál más majadero. No los típicos de la sonrisa idiota, seguidos de un cortejo de chiquillos. Más bien tontos reconcentrados y siempre de mal humor.
El número uno, atribuido por aclamación popular, tenía la posición prioritaria en el ranking gracias a ser algo menos mentecato. El dos, evidentemente era el rey de la memez. Ambos trabajaban en el servicio de recogida de basuras, y se odiaban mutuamente, con la intensidad que suelen poner los estúpidos en todos los sentimientos.
—Supongo entonces que no eran familia.
—¡Qué va! Cada uno de ellos había llegado al nivel requerido para ser tonto por una vía genética distinta.
El Uno, se desplazaba por las calles del lugar montado en una bicicleta eléctrica, que hacía circular a gran velocidad. Como además había instalado en ella una especie de carenado o cabina, para protegerse durante los días de lluvia, un choque con el tándem imbécil-velocípedo podía resultar fatal. Pero solo quedaba la opción de apartarse, porque cualquier crítica, recriminación o agresión, hubiesen sido calificados inmediatamente de discriminación, racismo, xenofobia y todas esas cosas que podían agruparse en el paquete vade retro.
El Dos había adoptado una costumbre nacida de lo que oía a su padre, que le contaba historias añejas de cuando la gente pasaba hambre. Por cierto, como había entendido también que eso aguzaba el ingenio, solía comer poco por ver si así espabilaba y decrecía su necedad.
El hábito en cuestión era el de llamar a los vecinos con una trompetilla, para que bajasen a descargar los cubos de la basura. Evidentemente, eso ahora no era necesario, porque todos habían dejado las bolsas a la entrada del portal antes de que llegase el camión en el que trabajaba Dos. Pero él ejecutaba el solo de trompa de todas maneras. El inconveniente de este asunto era que pasaba a hacer la recogida a la una de la madrugada.
Tampoco en este caso cabía salir al balcón y soltar los merecidos improperios, cuando no el contenido del orinal sobre el tarado. La presión social imponía el silencio y la resignación. Los vecinos, en su mayoría, dormían con tapones en los oídos para sobrellevar dicha situación.
—¡Madre mía! Menuda saturación de desequilibrados.
—Ya te lo había dicho. Pero deja que siga.
El aborrecimiento entre ambos les llevaba a cometer las acciones más disparatadas. Por ejemplo, el Uno, que al ser algo menos tonto tenía mayor mala baba, boicoteaba el trabajo de Dos, que recogía la basura los días pares, solo tres a la semana al ser considerado oficialmente más limitado que su homólogo. En esos días los vecinos debían bajar exclusivamente desperdicios orgánicos, no plástico, ni vidrio, ni papel, que quedaban para los impares, en que trabajaba Uno.
Entonces este pasaba por los portales unas horas antes y pegaba etiquetas de “esto hoy no toca”, para clasificar las bolsas como inapropiadas para ese día. Al ver las marcas Dos, no recogía la basura. Luego, al comprobarse que el contenido era el correcto, recibía una bronca — eso sí, muy suave — de su jefe, que le acusaba de haber puesto él los rótulos para trabajar menos.
Como lo retrasado no quita lo malpensado, Dos llegaba a la conclusión de que era Uno quien le jugaba aquellas malas pasadas. Su contraofensiva se basaba en buscar al oponente por las calles del pueblo, montado en su veloz y letal bicicleta, para intentar atropellarle.
—¿Consiguió su objetivo?
—No. Uno no era tan corto. De hecho, había quien pensaba que los dos elementos estaban en realidad aliados para burlarse de todos los vecinos, y que eran ellos quienes consideraban tontos a los demás.
—Me suena a lo que ya me has contado sobre Narices.
—Como decía Santiago Rusiñol: “Sabio y tonto son los dos polos de la inteligencia de un pueblo y como los extremos se tocan y de lo sublime a lo ridículo media tan poca distancia…pues nunca se sabe con quien estás tratando. No se puede precisar donde empieza y acaba cada una de las dos naturalezas”.
—Lo que no cabe la menor duda, y tú lo acabas de confirmar, es que ser tonto es mucho más cómodo, porque como también decía Tiago, no tienen derechos pero tampoco deberes que cumplir. Y al final, por compasión o por lo que sea, acaban acaparando el afecto de los listos. Lo que plantea de nuevo la pregunta sobre quien es quien.