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Publicado: Vie, Oct 26th, 2018

Cuentos de otoño de Farramuntana: ‘Tapa’ [ I ]

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Las experiencias inolvidables van casi siempre acompañadas de un esfuerzo de gran magnitud. Así podría calificarse al viaje desde España a la Polinesia francesa, para el que, en el mejor de los casos, se requieren veintiséis horas, incluyendo un par de escalas en París y Los Ángeles. Las paradas y el tránsito en aeropuertos intermedios suelen ser la parte más penosa del asunto. La diferencia horaria añade otra capa de desbarajuste: cuando uno llega finalmente a Tahití, después de más de un día sin dormir, consumido por las estancias en sillones de avión y salas de espera, resulta que allí se cuentan diez horas menos y son las seis de la mañana, por lo que acaba de salir un sol esplendoroso. Es tiempo de ponerse las gafas oscuras y rezar por no quedarse dormido de pie. La adrenalina hace su trabajo y, estimulado por las nuevas sensaciones, el cuerpo saca reservas de alguna parte para ir tirando durante esa jornada y las dos o tres siguientes, en las que no llega a acostumbrarse al nuevo horario de sueño. De todas formas, mucho más duro debió ser el trayecto para Magallanes, cuando avistó uno de los atolones de este grupo de archipiélagos cinco siglos atrás. Total, para que luego se llevase la fama Cook, o peor aún, Marlon Brando, que pasa por descubridor de la zona para muchos. Nada más bajar del avión, un comité de recepción institucional, compuesto por exuberantes muchachas, vestidas a la manera tradicional, ejecuta la ceremonia de bienvenida, que consiste en colgar del cuello de cada recién llegado un collar de gardenias de Tahití, llamadas por todo el mundo tiaré, cuyo aroma las traduce por aproximación a jazmín. Sus sonrisas radiantes, piel morena, y la escasa pero colorida vestimenta en forma de traje de hoja, te convencen de inmediato de que acabas de llegar al paraíso. Un compañero de viaje, parisino y visitante habitual de la Reunión me advirtió: —Fais gaffe, en algunos lugares te pondrán una de estas flores en la oreja. Si la llevas en la izquierda, significa que no quieres líos, pero si la colocas en la derecha indicas que estás buscando guerra. Ya entiendes a qué me refiero. ¡Para batallas estaba yo en ese momento! Me conformé con dejarme llevar durante la primera jornada, que se gastó en instalarse en el Beachcomber, darse unos cuantos baños en la piscina, comer a horas en las que el estómago protestaba y visitar el centro de Papeete, especialmente un par de tiendas especializadas en perlas negras. Casi todo el mundo ha oído hablar de ellas, pero eso no te vacuna contra la adicción que provocan en cuanto las ves en directo. Sobre todo, las más brillantes, esféricas, y perfectas, que, si además presentan una tonalidad inusual, son obscenamente caras. Al día siguiente, el programa estándar te extrae de la vorágine de la isla mayor, que casi llega a los doscientos mil habitantes, para trasladarte a Moorea, la isla de las dos bahías, que tiene doce veces menos gente. El vuelo recorre unos veinte kilómetros y dura cinco minutos incluyendo despegue y aterrizaje del autobús con alas, que tiene una decena de asientos y ni siquiera está dotado de cinturones de seguridad. ¿Para qué? Entre el atronador ruido de las hélices, la indescriptible visión de las aguas que rodean a las islas, y la brevedad del salto, no hay tiempo ni para un accidente. En el segundo Beachcomber, te alojan en un bungalow en la playa. Casita construida con maderas nobles y hoja de palmera, cuya escalera de entrada está a tres metros de una orilla en la que no rompen olas, porque el agua está siempre en calma. Es inevitable bañarse antes de acomodarse siquiera. La temperatura del Pacífico allí es de veintisiete grados. Una caricia. Y no hace falta meter la cabeza en el líquido para ver peces. La transparencia y la abundancia de fauna son tales, que el espectáculo está disponible desde fuera. Sin embargo, a la mañana siguiente el plan provoca un paso más en la adaptación pausada a dicho paraíso: un paseo en lancha te lleva hasta un Motu. Podría decirse que se trata del más hermoso vertedero que la naturaleza puede crear, porque no es más que una acumulación de escombros de coral y arena, en la que crece la vegetación. A los ojos de cualquier humano, es una pequeña isla salvaje, cuyo perímetro se puede recorrer en diez minutos, rodeada de aguas todavía más trasparentes, pobladas por muchos más peces de todas las formas y colores. La incursión incluye el necesario pícnic en el que se degusta el poisson cru, especie de ensalada de pescado, marinado en limón y leche de coco y acompañado de hortalizas. Refrescante, ligera, deliciosa. En ese momento, mirando al horizonte y sintiendo la paz infinita del lugar, uno empieza a identificarse con los marineros de la Bounty, que, instalados en aquellas islas por accidente, ya no quisieron marcharse de allí y llegaron hasta el motín para asegurar la estancia. Una vez preparado el espíritu, ya se puede hacer el movimiento a Pora-Pora (que nosotros hemos rebautizado con b). Su figura de puntiagudo volcán apagado, rodeado de una treintena de islotes que encierran la laguna, le otorgan el merecido título de perla del Pacífico. Allí el alojamiento progresa hasta el máximo nivel, que es el de casa aislada, sobre pilotes en medio del agua. El Pacífico se convierte en puro cristal. Los peces vuelven a multiplicarse. El restaurante incluye espectáculo de bailarinas, que ejecutan la danza polinesia, y las excursiones a nuevos Motus introducen incluso la posibilidad de nadar entre tiburones. El visitante ya está plenamente instalado en la naturaleza de aquel lugar remoto, y, sin darse cuenta, ha sido raptado de por vida. En algún rato de reconexión con el mundo occidental, me puse a leer un libro sobre las andanzas de Gauguin en Tahití, a finales del siglo XIX. Como el viaje duraba un par de meses en aquella época, y dado que además el artista había dejado a la familia en Europa, Paul se propuso disfrutar al máximo de su estancia, mezclándose de la forma más efectiva con los nativos. Es decir, viviendo entre ellos y a la manera local, lo que incluyó un matrimonio con una joven de trece años. Pasadas cuatro estaciones, volvió a Francia con más de sesenta cuadros, que no tuvieron éxito, por lo que no dudó en mudarse nuevamente a Polinesia, para quedarse definitivamente, tras volver a casarse con otra nativa que ya había cumplido los catorce. Finalmente, tanto el éxito como después la muerte, le alcanzaron estando allí, de una manera plácida.

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Sobre el Autor

- Diseñador gráfico del Semanario MÁS.

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