Cuentos de primavera de Farramuntana: Almíbar
Era un día frio de invierno en Aranjuez. Dentro del obrador, dos personas vestidas de blanco sucio lucían el mismo tono en la piel, por efecto de la harina acumulada después de una madrugada de intenso trabajo. El calor del horno, sumado a la fatiga y lo intempestivo de las horas, les producía una suave modorra, que procuraban mantener a raya a base de conversación. —Este año va a ser muy bueno Juanillo. Ya sabes lo que se dice: “Año de nieves, año de bienes” —Puede ser. Pero yo prefiero la primavera. Ya van dos costalazos esta semana por culpa de un resbalón en el hielo. —Es que eres muy atolondrado. Tienes que prestar más atención a las cosas y tomarlas con calma. Igual que para hacer pasteles. —Eso es fácil decirlo, y también cumplirlo cuando ya no se es joven. Pero a mi edad las prisas van por la sangre y uno no lo puede evitar. —Tienes razón. Ya se arreglará el asunto con el tiempo. Siguiendo con lo del buen año, ¿sabes qué otra cosa me lo indica? —Quizá la buena cantidad de pasteles que llevamos vendidos en dos meses. —Eso y otra cosa: que los números de este año suman diez, lo que es señal inequívoca de buena suerte. —Como no sé sumar, creeré lo que decís. —Claro que sabes. Mira te lo voy a demostrar. Coge un puñado de avellanas. El joven hizo como le decía su preceptor, a pesar de no poder ocultar una expresión de escepticismo. —Estamos en el año de nuestro Señor de mil setecientos sesenta y cinco. Los números sí los conoces, de manera que sabes que se trata de un uno, un siete, un seis y un cinco. ¿De acuerdo? —Hasta ahí os sigo. —Pues bien, ahora pon en la mesa cantidades de avellanas de acuerdo con esos números. Una por el uno, siete por el siete, etcétera, etcétera. Juanillo ejecutó con parsimonia y no poco esfuerzo las instrucciones que su maestro Fidel le daba, no sin repasar dos veces los montones de frutos secos para estar seguro de no equivocarse. —Ahora júntalas todas y cuenta. A eso también te he enseñado. —Una, dos, tres…—Al cabo de un buen rato y la preceptiva verificación doble, el chaval dijo con una sonrisa “diecinueve”. —Muy bien. Ya casi hemos acabado. Ahora vuelta a empezar. Diecinueve es un uno y un nueve ¿cierto? Pues pon dos montones de una y de nueve avellanas, únelos y cuenta el total. —¡Diez! — dijo con gran sorpresa el ahora aprendiz de aritmética. —Pues ya ves. Esto no volverá a pasar hasta mil setecientos setenta y cuatro. De manera que tenemos que aprovechar el año bueno que tenemos, por si luego vienen detrás muchos de vacas flacas. Más tarde, el maestro pastelero le explicaba al aprendiz como preparar disoluciones de azúcar en diferentes proporciones, según la aplicación a la que estuviesen destinadas: —Seis partes por cuatro de agua hirviendo, forman el espejuelo o lisa que usamos para emborrachar los bizcochos y para el tocino de cielo. Luego vienen los puntos de perla, soplo, pluma y caña. En el otro extremo está el caramelo rubio, que lleva nueve partes y media por solo media de agua y sirve para preparar los turrones. —¿Cómo es posible que se pueda mezclar tanta cantidad de azúcar con tan poca agua? —Porque este es un líquido en realidad. Su apariencia de sólido es solo un disfraz. Fíjate que cuando lo calientas se funde y fluye. Igual que el hielo. —Es verdad. Me gusta el olor de estas mezclas. Cada una tiene el suyo particular. —Así es, de frutal a tostado. Y todos juntos, añadidos a los que preparan nuestros competidores en la casa de al lado, hacen que la calle entera huela a almíbar. Por eso le dieron ese mismo nombre a esta vía. Es entrar en ella, y ya se despierta el apetito. —Pues a esa italiana que es madre de nuestro Rey, no le hace falta venir hasta aquí para ello. Todos los días tenemos que preparar hojaldres y confites para llevar a Palacio. Parece que a pesar de ser un vejestorio de más de setenta años tiene buen saque. —Es normal, cuando queda poco tiempo de vida uno se aferra con más fuerza a los placeres. Y el que nosotros suministramos es uno de los mejores, y, sin duda, el más dulce. Además, disponemos de las recetas del gran Juan de la Mata, que fue repostero para el marido de la de Farnesio y padre de nuestro Carlos. Yo trabajé con él de joven, en la corte, y aprendí todo lo que sé. Eso nos da ventaja con respecto a los vecinos. Recuerdo que escribía almíbar con uve en sus fórmulas. —Dios guarde a nuestro Rey. Gracias a su intervención se ha marchado finalmente de esta villa el bicho raro ese, italiano también, que dicen que cantaba con voz de hembra. Un par de veces me mandasteis a llevar bizcochos de almendras a su casa y sabe Dios que lo pasé mal. El hombre, o lo que fuese, era de los de la cáscara amarga. —¿Quieres decir pendenciero? — preguntó el maestro, mientras reía a carcajadas. —Demasiado. Yo creo que buscaba algo más que trifulca. Su apellido se parece al nombre de la harina. Debe ser la de habas, que harta sobremanera. —Dejémoslo y sigamos con las recetas. Mira, para cambiar radicalmente de tema te contaré como se hacen los huevos de faltriquera. —Sí que es mucho cambio, porque de esos no había en el asunto de antes. —No tienes remedio Juanillo. Pues bien, como decía el de la Mata, “hacen falta seis hiemas, la raedura de un limón, agua de azar, un quarterón de almendras, azúcar a la lisa y otros géneros de saynete, además de mucha paciencia para mezclar hasta lograr el punto de hebra”. ¿Me sigues?