Cuentos de otoño de Farramuntana: El joven Tío Calores (Fragmento de ‘Ribereños’) [ Parte I ]
En el año capicúa de 1881, Carlos Esteban era un joven alto y fuerte y a decir de las mujeres que le conocían, guapo. Dos sonrisas simultáneas, en los labios y en los ojos, eran su calidad más apreciada y utilizada, además del bien amueblado físico. Su otro signo distintivo era el de ir siempre arremangado, incluso en los crudos inviernos del Real Sitio, lo que le había valido el mote de “Calores”. Aquel 30 de mayo el apelativo le aplicaba más aún, si cabe. Era una primavera sofocante y a mediodía caía un sol de justicia más propio de la canícula que de la estación oficial. Carlos y su amigo Juanillo se dirigían a la fonda Pastor de la calle Infantas, en donde, según habían oído, recibía a los aficionados el gran Lagartijo, que iba a torear en la plaza de Aranjuez esa misma tarde. Por el camino discutían sobre sus preferencias al respecto. Juanillo era admirador incondicional del Califa: –Rafael Molina es el más grande, la elegancia personificada. Da igual como salgan los toros o el día que tenga él, se puede pagar la entrada solo por verle hacer el paseíllo. – Dices eso porque sabes que no es bueno matando – repuso Carlos –, en todas las faenas da ese pasito atrás antes del volapié y así se le quedan todas las estocadas a medias. Me gusta más Ángel Pastor, que además es del pueblo. –Amosanda, no amueles Carlos… pero si Ángel es de Ocaña, ni siquiera madrileño, y al Lagartijo le conoces solo de oídas. ¿Qué sabrás tú? Fue precisamente el de Córdoba quien le dio la alternativa a Pastor hace cinco años. Será mejor el maestro que el alumno, digo yo. –Nones. Siempre hay aprendices que superan a quienes les enseñan. Es ley de vida. Por otra parte, no me negarás que Ángel, que ha vivido siempre aquí y por lo tanto es tan ribereño como nosotros, es también un hombre culto. Según parece habla la lengua de los gabachos y dicen que hasta toca el piano…así que en cuestión de elegancia ya ves. Por lo demás, como no se produzca un milagro y consigamos el duro que cuesta la entrada, estamos aviaos, seguiremos juzgando de oídas. Con estas razones y otras contrapuestas, siempre con entusiasmo pacífico, como es habitual en los buenos amigos, llegaron a la Fonda. Pegado al cristal de la puerta, un cartel anunciaba la corrida del Marqués Viudo de Salas, con Lagartijo, Chicorro y la figura local, Ángel Pastor. Una cantidad tremenda de personas se agolpaban ante la entrada intentando acceder al recinto, para ver si luego podían llegar hasta el cuarto en el que el famoso torero recibía a unos pocos elegidos. La constitución de Calores ayudó a sobrepasar esa primera barrera, a base de empujones más recios que los de los demás. Juanillo avanzaba parapetado tras él. Así lograron llegar al pie de la escalera que conducía a las habitaciones. Allí controlaba el paso Don Juan Pastor, dueño del establecimiento y padre del torero que compartía cartel con Lagartijo. En ese punto, Carlos empleó su otra arma y le dijo al Fondero con una sonrisa brillante, de oreja a oreja: –Don Juan, mire usté si nos puede dejar pasar, aunque solo sea un ratito. Que este amigo mío es incondicional del diestro que está arriba y le va a dar algo si no llega a verlo. Por mi parte me da lo mismo, lo hago por él. Yo prefiero mil veces a su hijo de usté, aun- que de todas formas nos vamos a quedar con las ganas de verlos a ambos en la plaza por falta de parné para las entradas. De manera que con ojearlos en ropa civil ya estaríamos muy contentos. Le gustó al señor Pastor la humilde forma de la petición, y más la preferencia de Carlos por el arte de su hijo, y les permitió subir a la primera planta. Allí había también un buen montón de aficionados que esperaban, ahora ya con más calma, turno para entrar en la habitación sagrada. Cada vez que salía de ella un grupo de seis personas, otros tantos accedían a la entrevista. Después de una media hora, les tocó a ellos junto con cuatro señorones muy bien vestidos, que sin duda eran de fuera y gente de posibles. Nada más entrar en el cuarto la media docena de visitantes, Lagartijo se levantó de la cama en la que estaba sentado y se fue directo a abrazar a uno de los potentados. –¡Don Cristino! ¡Que sorpresa tan grande verle! ¿Por dónde anda vuesensia granaína, ahora que los nuestros ya no mandan? –Diputado por Valencia, Rafael. Pero no me quería perder esta tarde ver el toreo del más grande. Desde luego, usted se ha propuesto ser inmortal. –Se hará lo que se puea, don Cristino– repuso Lagartijo. A todos les dio un ataque de risa al oír la respuesta ingenua del matador. Carlos explicó en voz baja a Juanillo que aquellos debían ser políticos y además Republicanos, porque era públicamente conocida la afición de Lagartijo por esa tendencia, como harto lo había dejado entrever en el saludo. Calores era monárquico hasta las trancas, así que el alardeo del Califa le gustó bien poco. También pensaba que el apelativo de príncipe árabe, sucesor–re- presentante de Mahoma y mandamás en el reino, aunque pequeño, de Córdoba, le quedaba un poco grande a un hombre que en realidad era bastante canijo. Juanillo, sin embargo, estaba impresionado al ver como aquellos importantes caballeros rendían pleitesía a su ídolo y su admiración hacia él crecía por momentos mientras le miraba. Le parecía un modelo de triunfo a pesar de todas las limitaciones y generaba en el joven, de talla similar a la del torero, una esperanza reconfortante, aunque remota. Los cuatro personajes que disfrutaban de la plena atención del visitado, habían llegado a Aranjuez probablemente en tren. Ese que había construido un famoso Marqués que ahora decían estaba arruinado. Y no precisamente en los vagones de cuarta clase, que ni Carlos ni Juanillo habían probado por el momento, pero que eran la mejor opción a la que podrían aspirar. A Carlos, como no le gustaba el torero, se le había ido la mente a cosas distintas: se imaginaba biznieto de otro Carlos, que con dieciséis añitos participaba en el famoso motín descrito por un escritor llamado Galdós en sus Episodios. El cura de Alpajés le había leído algunos pasajes del libro que explicaba la guerra de la Independencia. En uno de ellos, Calores veía a su antepasado saliendo de la taberna del tío Malayerba, con la sangre caliente por el tumulto y más por el anís, gritando “muera el choricero Godoy”, dando vítores a un rey ausente que luego saldría rana, pero que era el propio. Por supuesto también arremangado, insensible al frío de marzo en 1808. Por su parte, Calores había nacido durante el reinado de la Reina Castiza, Isabel, en el mismo año en que esta parió a la atípica Infanta Eulalia, más alta, más bella y sobretodo más resistente que sus hermanos, seguramente por no compartir con ellos toda la genética. La infancia de Carlos vio pasar, sin darse mucha cuenta de todo ello (porque Aranjuez estaba a la vez cerca y muy lejos de la capital) la revolución gloriosa de Prim, el extraño rey italiano Amadeo, la primera República, El General Pavía y finalmente el retorno a la estirpe anterior. Volvió a la realidad, cuando oyó que amablemente les invitaban a salir para dar a otros la opción de ver al Maestro. Pensaba que era una lástima no poder visitar la plaza, recién remodelada, y sobre todo perderse la presencia del joven Rey Alfonso XII que estaría en el Palco Real presidiendo la corrida.