Cuentos de otoño de Farramuntana: ‘Pepita la ribereña’ (yIII)
—Pero Pepita — se quejaba José —, ya es bastante malestar que estemos desterrados, como para que además te pongas celosa. —No parece que estés muy molesto aquí en París, donde las mujeres son bastante más casquivanas que en España. —Yo no hago nada por atraer a las damas del lugar. Más bien se acercan ellas voluntariamente y por tu culpa. —¿Por mi culpa? Esto es el colmo. —Pues sí. Todas quieren conocer al que ha sido capaz de enamorar a una Infanta. —¿Conocer? En el sentido bíblico te refieres. —¡Qué barbaridad! Pepita, el comentario no es apropiado por tu parte. —Lo que no toca es lo que haces tú con ellas. Ya me lo decían todos. ¿Qué se puede esperar de alguien que viene de familia de negreros? Que trate a su mujer como una esclava, está claro. —De eso nada. Yo no soy de esos Güell que mencionas. Mis ancestros vienen de la Cataluña antigua y el tal Joan es de Torredembarra. Ellos se han hecho ricos traficando con esclavos, mientras que mi familia se ha dedicado a la literatura y la política. Nosotros somos abolicionistas. —Vaya, el señor es de mayor abolengo que sus parientes, por haber nacido unos kilómetros más al norte. ¡Cuánta hipocresía! —No eres tú la persona más apropiada para recriminarme eso. La familia real, a la que perteneces, está formada por completo con los cruces de descendientes de dos hermanos. Primos, tíos, todo vale para el matrimonio. Menos mal que gente como Godoy o yo mismo aportamos sangre nueva. De otra forma seriáis todos tan bobos como el Austria que os dio paso a los Borbones. —Todavía tendré que agradecer como me maltratas — respondió Josefina entre sollozos —. Todo perdido para nada. —Venga mujer, no te lo tomes así. Hagamos las paces — dijo José, con su acento más zalamero. Al fin y al cabo, eso era lo que Pepita estaba pidiendo, de forma que no se hizo de rogar para acompañar al cubano al lecho. Ese día engendraron al que sería su segundo hijo. Acabó el plazo de destierro y ambos volvieron a España. Se establecieron en Valladolid, en donde José se presentó como Diputado hasta conseguir el cargo de representante en Cortes. La política no menguaba sus apetitos carnales, para los que encontraba satisfacción aun habitando en un entorno tan provinciano (especialmente comparado con París). Se contaba en la ciudad que solía fumar un habano después de cada nueva conquista. Finalmente, Pepita se atrevió a escribir una carta a su cuñada, en la que reconocía su error: “Majestad, recurro a vuestra ayuda en estos momentos de hondo dolor, reconociendo en primer lugar la tremenda equivocación que me ha llevado a este punto, y de la que me avisasteis a su debido tiempo. No tuve oídos para tan sabios consejos y ahora pago por ello. Mi marido, además de carecer de sangre azul, no posee la mínima nobleza de espíritu que puede exigirse a cualquier ser humano. Es una simple veleta, que se mueve por la acción del viento que provocan las faldas. Desde luego puede calificársele de liberal, porque no distingue entre aristócratas o simples prostitutas y a todas trata de colmar con sus favores. Excepto a su legítima esposa, que lo perdió todo por él y ahora está arrinconada en una esquina fría del olvido. No pido nada para mí, porque lo que sufro bien merecido está. Pero os ruego que concedáis títulos a mis dos hijos, para que ellos, que algo de sangre Real tienen, pero culpa de mis pecados ninguna, salgan adelante como corresponde a su posición”. Al leerla, a la Reina niña, que ya no lo era, pero no había dejado nunca de serlo en su interior, se le saltaron las lágrimas. Perdonó a Josefina y la reintegró en la familia Real. A sus hijos les concedió sendos títulos de marqués, e incluso favoreció la carrera política del oportunista marido. Sin embargo, la pareja ya no hacía vida conjunta. Habían dado por definitivamente perdido su matrimonio. José seguía viajando a París, en donde colmaba las necesidades de su fogosa naturaleza, con prácticas poco aceptadas en la piel de toro. Allí pasaba parte de su tiempo abogando por la independencia de Cuba. Mientras tanto, en España se desarrollaba una profunda crisis financiera y alimentaria. La revolución no se hizo esperar, la Reina fue destronada, y se formó un gobierno provisional en el que el actor principal era el General Prim. José creyó erróneamente que podría mejorar su situación en ese ambiente, pero se equivocó. Todos consideraban que era poco de fiar. Josefina volvió a París, ahora en compañía de su cuñada la Reina destituida. Las dos viajaban sin marido. Pepita la ribereña vivió allí hasta cumplir los ochenta y tres. Sobrevivió un cuarto de siglo a José, que murió en España relativamente joven, como consecuencia de una vida intensa y desordenada. En su testamento, el seductor mandó que se le enterrase en Cuba. También Isabel partió al otro mundo antes que la infanta. Aunque después de haber visto como su hijo, e incluso su nieto, volvían al trono. Parece que, en el lecho de muerte, a Josefina se le oyó decir, justo antes del último suspiro, el nombre de José.