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Publicado: Vie, Ago 25th, 2017

Los relatos de verano de Farramuntana: Godoy (I)

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De la trascendencia de Manuel Godoy en la historia, dan fe los cientos de libros y artículos en la Biblioteca Nacional Francesa que hablan de él. La mayoría escritos cuando aún estaba vivo. Es probable que no se pueda encontrar una cifra similar en nuestra institución pareja, que en justicia debería ser la mejor documentada al respecto. Muchos de ellos siguen la línea oficial de la República de aquellos momentos y atacan al favorito de Carlos IV con saña. Ello demuestra hasta qué punto se le consideraba poderoso. Otros aportan datos y detalles esenciales para entender su vida. Durante casi dos siglos se ha dado por sentado, a ambos lados de los Pirineos, que Godoy era un compendio de defectos y pecados. Chivo expiatorio de la inutilidad Real para los unos y símbolo de estupidez desafiante para los otros. Recientemente se ha tratado de dar valor a múltiples acciones progresistas emprendidas durante su mandato. La verdad, como siempre, debe estar en el medio. Una vez cribadas todas las visiones, convenientemente mezcladas con las propias memorias del Príncipe de la Paz y aderezadas con una pizca de imaginación, ha surgido este relato, que quizá se aproxime más a la realidad que la versión oficial (si es que hay solo una). Por aquello de que los mestizos acaban por mejorar la especie. El recorrido empieza cuando Godoy tenía veintisiete años. Tal vez en el punto más dulce de su ascensión meteórica. Un momento en el que las prebendas y el poder adquiridos no exigían todavía la contrapartida completa del sufrimiento. Es el capítulo 2 de un futuro relato más largo. Tiempo habrá de volver hacia atrás a descubrir sus años más jóvenes, para después avanzar hasta el día en que murió en el apartamento de París. Engarza tus alas en oro y ya nunca más volarás (Tagore) Miraba el libro con gran disgusto. Una mezcla de asco y resignación, causada por su propio arrepentimiento. Pero ¿qué podía hacer? La situación ya no tenía retorno. Había llegado a ese punto por ambición y empujado por los hechos. Se había dejado llevar con gusto y el beneficio obtenido era envidiable. Bien tocaba ahora pagar algún precio por ello. El título era, más o menos, “Vida y obras de María Luisa”. Contenía detalles de las intrigas políticas y amorosas de la reina, y aspectos sórdidos de sus peleas con la Duquesa de Alba. Pero lo peor era que le citaba a él desde la primera página: el Duque de Alcudia. Metido en el paquete de los muchos amantes mencionados en el texto. Escrito en francés, claro, en París, el mismo año en que el Borbón vecino y su mujer fueron guillotinados. Autor anónimo. Manuel se había hecho nombrar ministro universal por Carlos, a base de maniobras a través de la reina, y con la excusa y misión principal de salvar al pariente francés de las garras de la recién instalada República. Al rey español le importaba un bledo la suerte de su familiar. Lo que quería era evitar cualquier ejemplo que pudiera contagiarse en España. Pero la labor de Ocáriz, encargado de los negocios en la capital gala, no había dado frutos. Algunos revolucionarios corruptibles aceptaron el oro que se les ofreció y presentaron una moción en la asamblea pidiendo piedad para el rey. Robespierre solventó la cuestión con un par de frases: “No es Luis, es la monarquía. La clemencia que se alía con la tiranía es barbarie. ¡Muerte a los Borbones!”. Tras las ejecuciones no le había tocado otra que provocar la guerra de la Convención, contra Francia. Dejó que ellos la declarasen en primer lugar. Y tuvo que hacerlo casi sin medios, porque las arcas estaban tan vacías como los arsenales. No obstante, las huestes surgieron espontáneamente del pueblo: Cataluña, Vizcaya y Navarra se levantaron prácticamente en masa, el Ministro General de los Franciscanos se ofreció a marchar en cabeza de diez mil monjes, los bandoleros se convirtieron en guerreros al servicio de la causa del Rey. Todas las capas sociales querían vencer y morir por la patria. Otro golpe de suerte, como el que le otorgó el favor de María Luisa. Pero él no era un estratega. Sentía que le faltaba consejo, talento para guiar tanta bravura. Sin ello, esta conflagración que debería ser ofensiva, se quedaba eternamente en la tímida posición de defensa. De momento, el general Richards, al que habían rebautizado como Antonio Ricardos, estaba ganando batallas con sus tropas y se había plantado en Perpiñán. Pero sabía que los franceses acabarían contratacando. Eso era seguro, tanto como que los aliados ingleses se lavarían las manos cuando viniesen mal dadas. Al fin y al cabo, hacía muy poco tiempo habían sido enemigos en otra de las múltiples guerras entre las tres potencias. Siguió mirando el volumen que tenía entre las manos. Junto al título había un dibujo de la reina. Los párpados hinchados, la nariz torcida, la boca pequeña. Un cuerpo soso y mal vestido. Hasta la orla era deliberadamente fea. La verdad era que solo este último elemento había sido exagerado. La mujer era especialmente desgarbada. Pensó que cuando envejeciese aún más, parecería una auténtica bruja. Bajo el retrato, un poema: “De Godoy la feísima amante / ve por él su amor pagado; / y del Favorito, el alma indulgente, / prefiere el oro a la belleza”. Cierto casi todo. Pero ¿por qué tenía que meterse la gente en ello? Muy fácil, Manuel, se contestó a sí mismo: pura envidia. La que despertaba alguien que, educado para lo militar, apenas sabía firmar diez años atrás cuando entró en la corte como Guardia de Corps, y ahora era la segunda persona más poderosa del país. Por detrás de la Reina, por supuesto. El Rey era solo un pelele la mayoría del tiempo. Pero la gente no admira a los que triunfan y tampoco les perdona que hayan salido de la miseria. Sin embargo, él no olvidaba su llegada a Madrid, junto a su hermano. Pobres pero orgullosos ambos, buscando oportunidades con la sola garantía de una buena figura y mejor sonrisa. Ojalá hubiesen sabido también tocar la guitarra, esa era una de las habilidades mejor apreciadas en la corte. Acarició la seda de su camisa mientras le venía a la mente que, en aquellos tiempos primeros, más de un día había tenido que quedarse en cama esperando a que la lavandera acabase de limpiar su única muda. Ahora se le tachaba de engreído y vanidoso. Pecadillos inevitables de quien ha tenido que ganárselo todo.

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Sobre el Autor

- Diseñador gráfico del Semanario MÁS.

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