Sentir antes de pensar
Hace tiempo tuve que llevar el coche a un taller para reparar la carrocería. Está situado en un polígono industrial a las afueras de mi ciudad. Noté mientras conducía que estaba nervioso. Al día siguiente conduje otro vehículo hasta el mismo lugar. Percibí los mismos signos de inquietud y me pregunté por qué me causaba nerviosismo algo que hago todos los días con tranquilidad.
Recordé que una vez, acompañando a un amigo al mismo taller, me salté una señal de ceda el paso y tuve un accidente en una rotonda. No tuvo mayores consecuencias, salvo una puerta abollada y un faro roto del otro coche. Fue el único accidente que he tenido conduciendo y mi cerebro registró esa sensación, que quedó asociada con el suceso. Cuando iba de nuevo al mismo sitio mi cuerpo se encargó de recordarme: “ojo, que vas al cruce dónde te diste un golpe”.
Un buen amigo mío me contó después que el neurocientífico Antonio Damasio llama “marcadores somáticos” a este tipo de asociaciones que son “sentimientos generados a partir de emociones secundarias que han sido conectados, mediante aprendizaje, a resultados futuros predecibles de determinados supuestos”. Estas sensaciones físicas pueden acabar guiando el comportamiento y la toma de decisiones. Si las sensaciones son malas nos disuaden de actuar, si son buenas nos animan a seguir adelante. Los presentimientos suelen ser correctos, porque el cerebro inconsciente se percata antes que la conciencia de lo que sucede. Por ejemplo, cuando notamos si pronuncian nuestro nombre en una conversación que no estábamos atendiendo.
Desde que Descartes enunció su famoso “pienso, luego existo” el racionalismo ha tenido mucha importancia en Occidente. Pero según dice David Eagleman en su libro “Incógnito”, la conciencia no es el centro de la mente sino “una función limitada y ambivalente de un vasto circuito de funciones neuronales no conscientes”. La mente consciente es sólo la punta del iceberg cerebral. Sentir abre una puerta para acceder a lo que queda por debajo de la conciencia.