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Publicado: Vie, Dic 22nd, 2017

Cuentos de otoño de Farramuntana: El joven Tío Calores (Fragmento de ‘Ribereños’) [ Parte y II ]

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En esas cavilaciones se hallaba, cuando Don Juan, sujetándole del brazo le dijo: – Chaval, aquí tienes dos entradas, que con tanto adicto a Lagartijo me conviene que vayan partidarios de mi hijo también. A ver si conviertes a la buena fe a tu amigo, que al Califa ya le quedan pocos años buenos y a mi Ángel espero que muchos más, que para eso es más joven. Son de andanada, pero gratis al fin y al cabo. – Muchísimas gracias Señor Pastor, mi nombre es Carlos Esteban y estoy a su disposición a partir de este momento, para lo que precise y yo pueda valer. – De nada hombre. Ahora a disfrutarlo y ya hablaremos en otra ocasión. Más contentos que unas pascuas, Carlos y Juanillo se fueron entonces a comer algo en una tasca en la calle Almíbar, cerca de la plaza, haciendo tiempo hasta que abriesen las once puertas del Coso. Optaron por callos bien picantes y un par de chatos de vino, como reservas de energía para la larga corrida. El tiempo pasó en un santiamén, y pronto vieron desfilar por delante de la puerta de la taberna auténticos ríos de gente camino de la plaza. La capacidad de la misma era de diez mil personas y el pueblo tenía tan solo nueve mil habitantes, lo que significaba que había muchos forasteros entre los espectadores. El ruedo, que había pertenecido en sus orígenes al Patrimonio, era ahora propiedad del Ayuntamiento, de manera que las corridas, cuando la plaza se llenaba, eran una buena forma de recaudar fondos venidos del exterior que luego redundaban en beneficio de la Villa. Espabilaron y fueron a ocupar asiento buscando la orientación óptima, que en este caso y por imposición de Carlos era la que permitiese ver mejor, no solo la corrida, sino el palco Real, lo que lograron una vez más gracias al poderío físico de Calores. Las localidades eran estrechas y no muy cómodas, ni allí arriba ni siquiera en barrera, y las piernas tenían que quedar encogidas para no hacer pasar con las rodillas un vía crucis a aquel que estuviese en la fila siguiente. En el caso de Carlos, este tenía que hacer malabarismos para distribuir su estatura en tan reducido espacio. En los asientos justo delante de los suyos, encontraron a una pareja que había llegado allí en tiempo récord. El hombre era de gran envergadura como Carlos y lucía espeso mostacho. Su cara les resultaba familiar, pero no conseguían recordar donde le habían visto anteriormente. La mujer, a su lado, parecía diminuta y puro espíritu. Juanillo se sentó tras el hombretón y Carlos tras la señora. Antes de ver la mirada ceñuda y amenazadora del bigotudo a Calores ya se le ocurrió que había que alterar el orden: – Si a usté le parece bien – dijo dirigiéndose al fornido vecino – creo que será mejor cambiar nuestra disposición. Mi compañero es menudo y no molestará a su señora. En contrapartida, nosotros dos tendremos que jorobarnos un poco. Yo encogerme hasta donde pueda y la espalda de usté hacerse a la idea de que nos sacrificamos los dos. – Sea – respondió el aludido –, te agradezco el gesto. Como muestra vamos a llevarnos todavía mejor: me llamo Marcial – dijo mientras tendía su mano para un apretón oficial –, mi señora Marisa, y ahí va esta bota de vino para que le deis un tiento. Dicho y hecho, los dos amigos se presentaron también y echaron un trago prudente del buen caldo de Noblejas. En ese preciso instante irrumpieron en el ruedo los diestros. El primer toro salió redondo. Negro zaino, con un mate puro y limpio, adornado con una pequeña mancha blanca en la testuz, cortejano y con estampa perfecta. Lagartijo se fue hacia la zona bajo el Palco de Alfonso, para ofrecer la faena al Monarca. – Mira como le dedica el toro al Rey. Republicano de boquilla, pero pasando por el tubo como el más mandao. – Hombre Carlos no me jorobes, ¿a quién se lo va a dedicar? y más en Aranjuez. Si no hace lo que estamos viendo, sale a cantazos de la plaza. – Lo que tú digas, pero fíjate al final de la faena y verás su traje limpio como cuando salió a la arena. Eso es porque se arrima muy poquito. El animal, sobrado de trapío, tomó una docena de varas y mandó al otro barrio a tres caballos. A Carlos no le gustaba aquella parte de la lidia. Consideraba ilógico que dichos animales no saliesen a los ruedos protegidos y se sacrificasen de manera tan absurda. Otra solución, pensaba, sería utilizar ejemplares mejor adiestrados, como los de los rejoneadores, que darían más color a la faena además de salvar la piel. El Califa se lució con la muleta. De hecho, era de todos conocido que tenía más miedo a los toros mansos, güeyes como él los llamaba, por lo impredecible, que a los bravos como el presente. Al final, a pesar del pasito atrás, le mató bien y rápido con tres cuartos de espada. Dos orejas y vuelta al ruedo en volandas de interminables aplausos. – Hay que reconocer que no lo hace del todo mal tu Lagartijo – le dijo Carlos a Juanillo –, pero los veinte mil reales que se va a llevar por torear hoy, no los va a distribuir entre los pobres precisamente. Con estas puyas entre los amigos y las de verdad que se dieron en la plaza, más nuevos contactos con la bota de vino de sus compañeros de andanada, fueron transcurriendo las tres horas largas de la corrida, que se les hicieron cortas gracias al gran espectáculo disfrutado. En el momento de abandonar la plaza, Marcial se levantó y giró el torso para dar más holgura a su señora. En este movimiento en tan minúsculo espacio, no se sabe cómo, dio un traspié consigo mismo, perdió el equilibrio y su voluminosa humanidad se fue hacia el exterior de la barandilla, camino de caer al piso de abajo. Hubiera podido ser su último día si no fuera porque el brazo de Carlos le aferró firmemente en un movimiento reflejo. Sin el cambio previo de posiciones, en el caso de que Juanillo hubiese pretendido hacer lo mismo, la catástrofe hubiera pasado a ser doble. Marisa estaba lívida del susto. Marcial, con los ojos muy abiertos, no alcanzaba a saber qué había pasado pero pronto entendió que se había librado de una buena. Balbuceando le dio las gracias a su salvador: – Carlos, te debo algo muy difícil de compensar. Tienes en mí a un amigo para lo que necesites, y, créeme, esto no es una forma de hablar sino verdad de la buena. Soy el jefe de los Guardas del Patrimonio. A la entrada del Jardín de la Isla está mi casa, que es la tuya. Si un día quieres entrar en el cuerpo, yo seré tu padrino incondicional. Ahora ya sabían nuestros amigos donde habían visto antes a Marcial: a caballo y de uniforme paseando por el interior del Jardín del Príncipe, mientras ellos lo hacían por el exterior en la calle de la Reina.

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Sobre el Autor

- Diseñador gráfico del Semanario MÁS.

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