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Publicado: Vie, Nov 24th, 2017

Cuentos de otoño de Farramuntana: ‘1773’ [ Parte I ]

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El grabado es muy hermoso. Reza en el pie “Sitio Real de Aranjuez”, poniendo en orden inverso las dos palabras que definen habitualmente a nuestro pueblo. Luego cita que la vista es desde el Arca del Agua, junto al camino de Ocaña. Define la autoría de Domingo de Aguirre y Josef Juaquin Fabregat (este último, grabador y académico poco partidario de los acentos y otras hierbas). La fecha: 1773. El punctum de Roland Barthes es, sin duda, el grupo de camellos. Ese fragmento del dibujo se sale literalmente del conjunto y fascina al espectador. Es lógico. Se trata de animales exóticos, están estratégicamente situados en el centro de la lámina, y además gozan de una luz diferente. Hablaremos de ellos. Pero el caso es que la pieza tiene muchos otros elementos que merecen una atención especial y comentario detallado. Voy a extraerlos uno por uno y contaré lo poco que sé de cada uno de ellos, novelando, como de costumbre. Allá vamos. º º º El huso giraba en el aire, mientras María estiraba la lana con delicadeza para hilarla sin romper el filamento. —Parece mentira que estos animales tengan el pelaje fino. Tanto, que es muy difícil formar bien el hilo. Juan miró de reojo a su hermana y siguió jugando con Retama, su perra. Ambos eran hijos del mayoral encargado de cuidar de los preciosos dromedarios. La manada de ocho camellos africanos y sus dos vigilantes se habían aposentado cerca del Arca del agua. Tres de los animales eran machos, dos capados y un semental. El resto, incluida la cría de color blanco, hembras. —Cuando ese pequeño crezca, haré una mantita alba con su pelo. —¿Por qué te gustan tanto estos bichos? A mí me parecen feísimos, con ese labio partido en dos, las patas largas llenas de callos y los gruñidos que sueltan a todas horas. —No todo es horrible Juan. ¿Has visto qué pestañas tan largas tienen? —Sí, sí, enormes. No dejan ver la joroba. Ja,ja,ja. —Anda, tonto, ya nos convendría tener una así. Dicen que con la grasa y el agua que llevan dentro pueden resistir sin comer ni beber más de una semana. —Para ti la chepa, yo no la quiero. A ver si luego la gente se me va a subir encima. Además, prefiero comer cada día y punto. Juan tiró de las riendas de una de las camellas para obligarla a tumbarse. Luego ató sus patas delanteras. Así impedía que se volviera a incorporar. Era la manera de facilitar que el pequeño pudiese mamar cómodamente. —Al menos a la cría no habrá que caparla. Con los machos no hay más remedio, para que no se peleen entre ellos. El muchacho se quedó mirando al reducido grupo con un aire triste. Aunque no le gustaban aquellas bestias, no podía evitar sentir pena por ellas. Estaban tan lejos de su lugar de origen que tenían que sufrir algún tipo de nostalgia por fuerza. —De estos ya había en España en tiempos de los moros, pero como los echamos, se los llevaron de vuelta. Luego el viejo Rey Felipe trajo nuevamente unos cuantos, para tenerlos alrededor de palacio junto con otros animales raros. Así esto parecía el paraíso terrenal y él demostraba su poder. —Ya lo había oído. Llegó a haber más de doscientos aquí en el pueblo. Luego les entró esa especie de sarna y se murieron todos. —Bueno, algunos acabaron de otra forma. A veces les hacían luchar contra perros como diversión. —Es verdad. Ahora traen de África los justos para mantener este pequeño grupo, ocho que tenemos aquí y los otros trece que guarda padre en el patio de la casa del guardabosque. Pero siguen enfermando. —Dicen que los moros los cobran a precios altísimos, más de quinientos reales por cabeza, y el Rey ya no quiere gastar más en este capricho. Para mí que nos venden los que están enfermos y los capados, para que tengamos que seguir comprando. —Pues yo creo que son los tábanos los que les matan. —No sé. Son animales extraños. Tan pronto pueden cargar cinco quintales, como les da la pereza y se pasan un día entero tumbados. Fuertes y débiles a la vez. —A lo mejor por eso el Rey ha hecho construir a Juan Martinez Reina dos fuentes con un bisonte hembra de las Américas y un elefante de Asia. Como son de piedra, esos seguro que no se mueren. En la parte izquierda del grabado se ve la plaza de toros. Es un día de corrida, pongamos que a primeros de septiembre. Una cantidad discreta de personas de todos los niveles sociales acude al evento. Algunos nobles llegan en carroza, mientras que comerciantes y artesanos lo hacen a pie. Hay soldados a caballo que ejercen una vigilancia preventiva. También algún vendedor ambulante, ayudado por un niño, ofrece comida a quienes no llevan la preceptiva cesta con sus propias provisiones. Dos muchachas, a las que sus padres han obligado a asistir al acto, se han plantado sentadas en el suelo mientras sus mayores deliberan qué hacer. Finalmente, un trío, compuesto de un caballero y dos damas recién bajados del coche de caballos, comentan la situación. El hombre lleva una sombrilla, pero no atina a proteger simultáneamente a las dos candidatas a sus atenciones. —Supongo que no tendremos ningún problema por venir a los toros. —¿Por qué lo dices? ¿Por ese decretito del Rey? Es pura apariencia. —Hombre, la verdad es que no se entiende que permita y apoye la construcción de esta plaza, hace escasamente trece años (1), y luego le dé por prohibir las corridas. —Es el Conde de Aranda el que ha convencido al monarca. Dice que con esta medida mejorará nuestra imagen en el extranjero. —Se me ocurren muchas otras maneras mejores de lograr eso. —Pero el caso es que la prohibición es de hace dos años y ya ves, se siguen organizando estas fiestas. Están muy arraigadas y la medida es tremendamente impopular. A la gente de a pie, si le quitas esta diversión ¿qué les queda? Total, que el pueblo se pasa el impedimento por el arco del triunfo. —Y no solo el pueblo, los miembros de la corte son también aficionados. La aristocracia, los intelectuales…todos excepto el de Aranda, y ahora Carlos III. —No creas que el soberano es tan ingenuo: concede bula y permite los festejos siempre que sea con fines benéficos, y, en todo caso, no los prohíbe en Madrid, solo en el resto de España. Amén de que todos conocemos su pasión por la caza. La vida de los animales no le preocupa especialmente. —Menudo cuco está hecho. Pero claro, es más alcalde que Rey. —Bueno, basta de cháchara y vamos para adentro, que veremos a Costillares. (1) En numerosas fuentes se cita que la plaza de toros de Aranjuez data de 1793, y ello es válido para la que hoy vemos, teniendo en cuenta además que fue reconstruida. Pero hubo otra anterior, en el mismo lugar, desde 1760.

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Sobre el Autor

- Diseñador gráfico del Semanario MÁS.

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